ENTREVISTA


“URGE ENCONTRAR FÓRMULAS COMPATIBLES
CON EL MARCO CONSTITUCIONAL QUE OFREZCAN SOLUCIONES
RESPETUOSAS DE LOS DERECHOS
DE TODOS LOS INVOLUCRADOS EN EL PROCESO PENAL”

ENTREVISTA A LA DRA. MARY BELOFF (1)

                                                

                                

                                                        

    1. Abogada (Universidad de Buenos Aires). Doctora en Derecho Penal (UBA). Magíster en Leyes (Universidad de Harvard). Directora y profesora titular del Departamento de Derecho Penal y Criminología (UBA). Fiscal general de Política  Criminal, Derechos Humanos y Servicios Comunitarios de la Procuración General de la Nación y experta independiente  del Comité de los Derechos del Niño de las Naciones Unidas.

                                                

Por Pablo Perel y Lucía Colombo

                

                                                                                                                                                                                                                                                

                

– Muchas gracias, Dra. Mary Beloff, por recibirnos. Es un privilegio conversar con una experta de su trayectoria sobre temas relacionados con el derecho penal y la política criminal, en particular, en su relación con los grupos más vulnerables, como la niñez y la adolescencia. El primer tema sobre el que nos gustaría conocer su opinión es res pecto a cómo considera la relación entre seguridad ciudadana, política criminal y derechos humanos. En ese sentido, ¿cómo evalúa la implementación de las denominadas “leyes de mano dura” en un contexto como el de América Latina?

–Quiero agradecerles en primer lugar la oportunidad de mantener este diálogo con ustedes que me permite compartir puntos de vista que son el resultado de varias décadas de trabajo académico e institucional en este campo. Concretamente, en relación con el problema respecto de cómo se generan condiciones para que una sociedad y sus habitantes vivan seguros, entiendo que es preciso partir del reconocimiento de la seriedad y relevancia del tema. Este es el presupuesto básico para sentar las bases de una política criminal que reduzca significativamente la violencia. La población se preocupa genuinamente por la (in)seguridad, no por alguna preferencia, digamos, estilística o ideológica, sino porque –desde un punto de vista objetivo– los hechos de inseguridad suceden y, además –desde un punto de vista subjetivo–, comprometen derechos fundamentales de los habitantes. Es claro que afectan en diferente medida en diferentes momentos a diferentes personas, pero negar su ocurrencia y significado solo agrava la situación en lugar de contribuir a mejorarla.
Por otro lado, de lo que acabo de decir se puede advertir fácilmente que, tal como los interpreto, esos términos –seguridad, política criminal, derechos humanos–, generalmente presentados como antinómicos, no lo son. Más aún, unos presuponen otros. El primer derecho humano es el derecho a la vida, por lo cual asegurarla a través de diferentes medidas, incluidas las de carácter político-criminal, es el primer deber del Estado. Si nos remontamos en el tiempo, esta idea está presente en todas las teorías que justificaron su creación, en cualquiera de sus variantes históricas. Modernamente, así también lo exigen todos los tratados de derechos humanos, tanto los del sistema universal como
los del sistema regional de protección, que hoy integran el texto constitucional. Luego, obviamente, es preciso ponderar cuánto derecho penal, en este marco, cuánta política criminal es necesaria para asegurar los derechos humanos, pero ese es un juicio derivado, no originario.
Sentado lo anterior, hay que comprender que no estamos frente a problemas para los cuales existen soluciones rápidas y sencillas, en particular para los más graves, que implican mayores niveles de violencia y sufrimiento individual o colectivo. Su abordaje requiere una activa y eficaz colaboración entre el ámbito político y el científico, en el sentido de que la política criminal debe basarse sobre un conocimiento riguroso de las dimensiones y características reales del problema delictivo que se pretende resolver. Enfoques modernos sobre las causas del crimen basados sobre evidencia empírica como sustento de la política criminal son imprescindibles para un Estado que se toma en serio los problemas de seguridad ciudadana.
Por otro lado, esta perspectiva permite discriminar entre diferentes deberes estatales cuyo cumplimiento es la justificación de cualquier política pública. En esta materia, algunos se refieren a asegurar condiciones de vida digna que, va de suyo, incluyen una vida «segura”, entendida la palabra “seguridad” en sentido amplio. En este sentido puede hablarse de obligaciones positivas que no son las que habitualmente se asocian con la cuestión criminal. Trasladado al tema que analizamos, es lo que se conoce como políticas de prevención del delito. Hay consenso en la literatura mundial respecto de que en sociedades libres y abiertas los niveles delictivos disminuyen cuando esos mínimos existenciales están asegurados para la mayor parte de la población. El otro deber estatal que, en rigor, es el que dio origen al sistema penal y que se puede identificar en cualquier teoría del contrato social es el de reaccionar frente al delito cuando fracasa la prevención.
Esa reacción, por definición, debe existir para asegurar la autonomía y libertad de las personas (de ahí que se hable de libertades negativas y derechos y garantías como límites al Estado), por lo que está justificada solo cuando una conducta produce un daño. A partir de allí debe cobrar forma y expresarse de manera contundente pero precisa, excepcional y limitada –proporcional– al daño causado, mediante mecanismos –procedimientos– que aseguren una respuesta estatal justa para todos los involucrados, incluida la sociedad en general.

Otro aspecto de la relación entre estas categorías que me parece importante mencionar es que la insatisfacción justificada de la población referida al fracaso de las políticas de seguridad muchas veces se traslada, como reclamo generalizado, al sistema de justicia y su inoperancia. Más allá de las dificultades que pueda tener –y el argentino las tiene, de diferente naturaleza y entidad–, debe ser claro para la sociedad qué rol debe cumplir cada poder del Estado y qué le corresponde resolver a cada uno respecto de este tema.
La actividad de la Justicia penal no es, a priori, preventiva, aunque en sus resultados, eventualmente, podría serlo si una intervención fuera exitosa, por ejemplo, con la utilización de un mecanismo restaurativo o conciliatorio previo al juicio, con la suspensión del proceso a prueba o si una condena de privación de libertad cumple con los fines resocializadores que deben guiar la etapa de ejecución. El Poder Judicial puede y debe realizar ponderaciones que incluyan aspectos preventivos –especiales y generales–, si los casos lo ameritan, tal como lo manda la Corte Interamericana de Derechos Humanos; pero no tiene a cargo garantizar la seguridad ciudadana, que es una tarea que la Constitución nacional y las constituciones provinciales asignan a los respectivos poderes ejecutivos.
En este sentido, y para regresar a la última parte de la pregunta, el endurecimiento del sistema penal per se, como discurso, disociado de todo lo anterior y respecto de lo que se conoce como delitos comunes –más allá de que sean serios y puedan acarrear consecuencias muy graves–, no cumple fines socialmente deseables. Como indiqué, y quiero ser muy clara en este punto, la perspectiva requiere ajustes cuando se trata de hechos gravísimos. Así lo reconocen las Ciencias Penales en todo el mundo que han desarrollado en las últimas décadas teorías específicas para abordar los problemas derivados de fenómenos criminales desconocidos en el pasado. Eso no significa afirmar que, entonces, un sistema penal “bobo” –disculpen la expresión– es aceptable en sociedades democráticas. La dicotomía “discurso de mano dura” versus “sistema penal bobo” tiene alto rendimiento comunicacional, pero bajísimo en términos de eficacia político criminal.

–Siguiendo la misma línea, ¿es posible la construcción de sistemas de justicia criminal eficientes sin la implementación de estas leyes de “mano dura”?

–¡Claro que sí! Es posible y es imprescindible, además de urgente. De todos modos, es importante superar el plano discursivo. Precisamente, en El Salvador el lenguaje de “mano dura” (literal) se comenzó a emplear hace más de dos décadas para introducir reformas penales ineficientes que pusieron énfasis en los enunciados. Así, pasaron de ser “Plan de Mano Dura” en el año 2003 al plan de “Súper Mano Dura” y, posteriormente, al de “Súper Súper Mano Dura”. Sin embargo, las medidas conocidas recientemente referidas a la privación de libertad de miles de imputados en cárceles de máxima seguridad operaron en otro orden. Sus efectos en la reducción de la violencia urbana son indiscutidos; pero una evaluación general sobre su sustentabilidad a largo plazo, así como de la situación del país en términos del posicionamiento del crimen organizado, no ha sido realizada hasta la fecha. Por otro lado, se plantean las tensiones de estas políticas con compromisos internacionales asumidos por el país y con derechos fundamentales reconocidos en la propia Constitución salvadoreña que han puesto en cuestión su viabilidad democrática. Un punto adicional que me gustaría mencionar, y solo a los fines especulativos, es que
aun si se concediera que se trata de un modelo idóneo desde el punto de vista político criminal, debería no obstante considerarse las condiciones concretas de vida y de la seguridad en el país en el que se lo implementa. Suele no ser acertado trasladar acríticamente iniciativas que pueden funcionar en una sociedad determinada, pero que no necesariamente lo harán en otra con características socioeconómicas, históricas y demográficas diferentes.
Quiero insistir en que las respuestas penales reservadas para las afectaciones de derechos fundamentales de las personas encuentran precisamente su justificación y su límite en derechos y garantías penales. Este análisis es independiente de la eficacia o no de un sistema penal. Es un juicio normativo que muestra la inextricable relación que existe entre el derecho penal y el derecho constitucional que incluye los derechos humanos de todas las personas, no solo del imputado.

Argumentar lo contrario compromete la consolidación de las instituciones democráticas. El Estado de derecho puede y debe legítimamente reprimir conductas que están tipificadas como delito en el Código Penal. Recordemos que ese es el verbo utilizado allí para  definir cada crimen por sus redactores y por todos los legisladores posteriores que lo modificaron. De modo que esa actividad estatal viene legalmente impuesta, precisamente, para garantizar la seguridad en el disfrute de los derechos fundamentales de todas las personas.
Mientras no sea posible resolver estos problemas, se corre siempre el riesgo de que se imponga la acción directa por sobre la confianza en la ley y las instituciones, todo lo cual impide disfrutar de los beneficios de una democracia robusta y de una sociedad que garantiza a todos sus habitantes todos sus derechos, incluida la seguridad en todos sus sentidos.
Insisto en que ello no significa aceptar, sin matices y ajustes, la expansión del ámbito de aplicación de los métodos tradicionales de la política penal y, en particular, de las medidas privativas de libertad, sino lo contrario. Me refiero a apuntar a una limitación del empleo de esos medios a aquellos casos en los que no haya otra solución posible, al mismo tiempo que se implementa un intenso sistema preventivo acompañado de medidas de política criminal que operen de forma tanto inmediata como mediata, con supervisión, control y ajustes permanentes a partir de sus efectos y costos sociales.
De la mano de antiguos maestros (entre mis favoritos, Gustav Radbruch), me animo a afirmar que quizás en alguna oportunidad pueda llegarse a una instancia en la que ninguna cantidad de derecho penal sea necesaria para mantener integrada y segura a una sociedad y sus habitantes, pero sostener esto hoy en América Latina, en las condiciones actuales, me parece una irresponsabilidad política y una falacia teórica.

–En ese orden de ideas ¿considera que existen tensiones entre los derechos y garantías de los imputados y víctimas de delitos?

– Eso es algo que se escucha desde siempre, incluso en medios académicos y judiciales, asociado a ciertas distorsiones teóricas que probablemente se deban a que la academia legal no logra comunicar adecuadamente sus avances científicos a la comunidad.
Es evidente que existen conflictos normativos entre los derechos que el sistema legal ubica en cabeza de unos y otros, pero desde el punto de vista político-criminal, dentro del marco constitucional, el deber estatal es asegurar los derechos de todas las personas, generar las condiciones para que se reduzca al mínimo posible el número de víctimas, asegurar que cuando suceda un crimen ellas puedan acceder debidamente a la justicia, y, respecto de los imputados, que se determine su responsabilidad mediante un juicio justo. Como puede observarse, no hay una exclusión de unos por sobre de otros si se interpreta el sistema normativo de forma sistemática y coherente.
Además, si no fuera así, nos veríamos inmediatamente obligados a concluir que una sociedad respetuosa de los derechos humanos no debería contar con un sistema estatal organizado de reacción a los delitos. Es evidente que esa conclusión resulta contraintuitiva.

Me parece que quizás la dificultad surja del modo como se plantea, en el lenguaje de la calle, la cuestión de los derechos fundamentales, donde los aspectos emocionales prevalecen sobre los racionales. Por razones que sería largo desarrollar, la gente tiende a pensar que el respeto de los derechos de un imputado incide directamente en la inseguridad, de donde concluyen que para vivir seguros no habría que respetar derechos fundamentales –al menos, no de las personas imputadas–. En cuanto se profundiza mínimamente esta idea, en seguida se advierte que el razonamiento tiene déficits importantes y que parte de la asunción de que, en todos los casos, los imputados son efectivamente responsables de los delitos que se les atribuyen. Es claro que en el proceso penal hay intereses opuestos, pero ello no contradice la afirmación de que cuanto mayor respeto de los derechos generales de la población se verifique, esa sociedad va a ser más segura.
Quizás aquí se revele un problema más profundo de la sociedad argentina que trasciende cualquier discusión de coyuntura sobre alguna política criminal específica o alguna sentencia judicial en particular: ella no ha saldado su discusión sobre el sentido del derecho y la función de la ley penal en democracia.
Ello se puede observar, además de en discusiones cotidianas, en encuestas que muestran que, frente a un problema, muchas personas apelarían a diferentes formas de acción directa antes que a la intervención estatal mediante el recurso a mecanismos legales.
Se pueden plantear diferentes hipótesis y explicaciones para eso, pero la herencia de las sucesivas interrupciones del Estado de derecho, y, en particular, de la tragedia en múltiples sentidos que implicó la última interrupción del régimen constitucional, pesa mucho sobre la extendida desconfianza de la población hacia la autoridad que expresan las instituciones que integran el sistema de justicia penal.
Por ese motivo urge encontrar fórmulas compatibles con el marco constitucional que ofrezcan soluciones respetuosas de los derechos de todos los involucrados en el proceso penal, justas y eficientes en términos colectivos. Para ello, es imperioso desarrollar un diálogo democrático sobre cuáles son las bases necesarias que aseguren igualdad de oportunidades y dignidad social, pero también seguridad y tranquilidad para desarrollar el plan de vida que cada uno elija, sin interferencias injustificadas de agentes estatales o de terceros privados que, al cometer delitos, lo frustren.
Desde el punto de vista democrático se hace necesaria una mayor participación de la víctima, excluida históricamente de la justicia penal pero cuyos derechos están reconocidos en los tratados de derechos humanos. En el último tiempo y con los cambios de las legislaciones procesales se ha avanzado en este sentido, más allá de que subsistan diversos problemas que deberían encontrar soluciones legales precisas. Su reconocimiento requiere no solo contar con mecanismos que le aseguren una posición activa dentro del proceso, sino también una institucionalidad robusta que brinde la contención suficiente y necesaria que contribuya a disminuir los efectos nocivos del delito, así como también a evitar la revictimización, al tiempo que se determinan las responsabilidades correspondientes.
En resumen, ante la pregunta respecto de la relación entre el sistema penal y los derechos fundamentales, es posible concluir que el primero solo se justifica si asegura la vigencia de los segundos. Para ello, la justicia penal debe estar construida como un consolidado –transparente, legítimo y, a la vez, eficiente– mecanismo con el que cuentan las sociedades democráticas para garantizar la convivencia pacífica entre sus habitantes.

– Otro tema que también divide opiniones es el de la delincuencia juvenil. ¿Cuál es su opinión acerca de las propuestas que consideran como una posible solución el aumento de penas para menores de edad o la baja de la edad de imputabilidad? 

– Estas posiciones se plantean, de forma recurrente, cada vez que se atribuye a un niño la comisión de un delito muy grave con amplia cobertura mediática o en contextos electorales. Al igual que sucede con la justicia penal de adultos, presentan de forma muy simplificada y maniquea iniciativas que pretenden ser soluciones sencillas y rápidas frente a complejos problemas de inseguridad. En general se propone, por un lado, aumentar el territorio de lo penalmente prohibido –es decir, ampliar el número de conductas tipificadas como delitos– y, por el otro, aumentar la duración de las penas. Además, cuando se trata de delitos atribuidos a menores de edad, se agrega la reducción de la edad mínima de responsabilidad penal, que en la Argentina es dieciséis años. En América Latina, últimamente, se ha planteado también reducir la mayoría de edad penal –dieciocho años–, que es diferente de la de la capacidad penal –dieciséis años–. Perú acaba de aprobar una ley en ese sentido.
Siempre me llama la atención, en las discusiones públicas, la insistencia en presentar como algo positivo, como soluciones, iniciativas que se sabe y está comprobado que no resuelven ningún problema.

En ese sentido, respecto al aumento de penas, como sucede con las personas adultas, la propuesta que reclama el endurecimiento de la respuesta estatal al delito de los menores se basa sobre una concepción disuasiva del castigo, de acuerdo con la cual un sistema penal más severo en sus sanciones operaría como una coerción psicológica que inhibiría a eventuales perpetradores de avanzar con su plan criminal. Se trata de la conocida teoría denominada en el derecho penal como “prevención general negativa”, que en este caso no consideraría solo el efecto comunicativo de la amenaza sancionatoria, sino también el del reconocimiento de la capacidad –imputabilidad– penal desde una edad más temprana. Con independencia de su justificación teórica, la postura ignora que no hay relación directa entre la edad penal y la cantidad de delitos que cometen los niños, de la misma forma que el aumento de las penas no incide directamente en la reducción de los crímenes cometidos. Esto no significa negar que pueda haber algún supuesto específico en el que la tipificación de un comportamiento o el agravamiento de una determinada pena pueda tener algún resultado eventualmente simbólico o disuasorio, pero ese no es el punto que quiero analizar aquí. Lo que me interesa resaltar es que, si la prevención general negativa ha probado ser ineficaz para justificar la pena respecto de personas adultas a quienes el derecho penal considera como sujetos competentes, plenamente capaces de motivarse –y, por lo tanto, de inhibirse frente a la amenaza penal, resulta aún más inadecuada como justificación del castigo en relación con quienes poseen, para el derecho penal, una capacidad reducida debido a su menor edad.

Como indiqué al principio, la propuesta de disminuir la edad mínima de responsabilidad penal es una iniciativa que simplifica un problema complejo. Se manifiesta de dos formas. La primera consiste en reclamar la disminución de la edad mínima de ingreso al sistema penal general, que es dieciocho años. Esta es la iniciativa más reciente en la región, como mencioné, que implica tratar a niños como adultos. La otra propuesta consiste en disminuir la edad mínima de responsabilidad penal, que habilita el enjuiciamiento y castigo de menores penalmente responsables dentro de un sistema diferente del previsto para las personas adultas. Esta intervención diferenciada es una consecuencia normativa y político-criminal del derecho a la protección especial en el ámbito de la justicia juvenil –principio de especialidad– que tienen las personas menores de dieciocho años de edad por encontrarse en la etapa vital en la que se encuentran.
Otra iniciativa sostiene que debe reducirse la edad penal para evitar que los niños sean utilizados por adultos para cometer delitos. Algo que parece razonable a primera vista enseguida colisiona con nociones básicas de justicia de acuerdo con las cuales, frente a ese problema, la interpelación debería apuntar hacia el reclamo de una fuerte presencia estatal orientada a la promoción de los derechos de niños que, por su situación de desventaja social y familiar, podrían quizás ser captados por redes criminales. Además, desde una perspectiva estrictamente penal, una solución justa para estos casos es la de agravar las penas cuando personas adultas utilicen a menores de edad para cometer delitos, tal como lo prevé el artículo 41 quater del Código Penal. De ese modo se responsabiliza más a quien es más culpable, en oposición a una propuesta que, además de inútil en sus efectos prácticos, es manifiestamente desproporcionada, al castigar más duramente a menores de edad por su mayor vulnerabilidad, que es precisamente lo que los pone en la situación de resultar posibles víctimas de redes criminales. Otra cuestión problemática de esta perspectiva es que ignora que en estos casos los niños son, primero, víctimas de redes criminales.

Para resumir, es importante estar advertido de que estas propuestas son rechazadas por la comunidad científica y académica, desde un punto de vista jurídico, por su incompatibilidad con la manda constitucional, y, desde el punto de vista sociológico, por su ineficacia político-criminal. La evidencia demuestra que este tipo de iniciativas no reduce la violencia, sino todo lo contrario. Por eso es útil preguntarse qué busca una sociedad cuando reclama un cambio en la forma de reaccionar frente al delito de los niños. Si eso no está claro, los cambios no van a generar los resultados deseados en términos de seguridad ciudadana. Cada habitante tiene el derecho a vivir seguro/a, y la sociedad es más segura si se respetan todos los derechos de todos sus integrantes.

– En relación con la pregunta anterior, ¿es posible únicamente abordar la problemática de la delincuencia juvenil desde un enfoque estrictamente jurídico-penal?

–Desde un punto de vista más utilitario, un enfoque meramente represivo –punitivo– respecto del delito juvenil profundiza las causas que llevaron en primer lugar al niño a cometer un delito. Esto ya se discutía hace un siglo y medio, y por esa razón se modificaron las formas de tratar con el delito juvenil, para emplear otras herramientas que partan del reconocimiento de la diferencia fenomenológica que existe entre un niño y un adulto.
Cuando un niño se inicia en la llamada “carrera criminal”, en general lo hace dentro de su comunidad, que es donde se generaron las condiciones propicias para ello. De ahí que, actualmente, a nivel mundial, las iniciativas más eficaces buscan poner el foco en el ámbito comunitario. Ello permite salir de la secuencia de una comunidad que se reapropia de la reacción y adopta una actividad vindicativa al margen de los mecanismos legales previstos por el sistema de justicia criminal, para incidir en la transformación de los motivos que llevaron al menor a delinquir. De ahí el éxito de la llamada “justicia restaurativa”.
Hay de todos modos una cuestión más estructural que tiene que ver con las condiciones en las que se desarrolla la vida de niños y niñas que carecen de lo más elemental, y no me refiero necesariamente a la carencia de recursos materiales. Me refiero a lo primero que necesita un niño desde que nace, que es el cuidado y el amor de una familia y también, según la cultura, de su comunidad.

Este es el problema crítico en términos de derechos del niño, pero también como efecto indirecto relacionado con el tema de la seguridad. Si un chico es cuidado y sus derechos son garantizados por este núcleo amplio, familiar, comunitario, es muy poco probable que, con independencia de sus dificultades materiales, se meta en problemas con la ley penal o sea presa fácil del crimen organizado. Pero cuando ese grupo familiar o comunitario está ausente o no cumple con esas funciones de cuidado, se presenta un escenario en el que es preciso que se intensifiquen mecanismos de protección especial para garantizarle sus derechos como niño: al cuidado, a la educación, a la salud, a la vivienda, al esparcimiento, al deporte. Si esos derechos están garantizados, hay muy pocas chances de que un niño se dedique a actividades ilícitas. En ese sentido me refiero a que la prevención es estructural.

Por dar un ejemplo, en los últimos años se advierte un cambio en las modalidades delictivas de los menores de edad, vinculado con el consumo de sustancias que tienen un efecto letal en su subjetividad. Para algunos especialistas, ello explicaría el aumento de la violencia y la irracionalidad de las conductas de algunos adolescentes. De ahí se desprende que, en términos preventivos, se trata de problemas que pertenecen al ámbito de la salud pública, no de las políticas penales. De todos modos, debe quedar claro que las estadísticas con las que se cuenta muestran que el delito principal que cometen los menores de edad es contra la propiedad. En todo el mundo estos delitos se abordan con soluciones de justicia restaurativa u otros mecanismos de seguimiento en libertad, como los programas de libertad asistida o programas reparatorios a la comunidad, que requieren un funcionamiento coordinado de diferentes instituciones y organismos para que el
niño o adolescente pueda reintegrarse socialmente.
Por eso entiendo que un desafío importantísimo que tiene el país –porque se deriva de sus compromisos internacionales, pero también porque es un imperativo elemental de justicia– es generar las condiciones para evitar que un niño o una niña se involucren en actividades delictivas, pero también para que no sean víctimas de hechos criminales.
Esto puede resumirse en el doble sentido de la palabra “prevención”: cómo se previene que un niño o un adolescente cometa delitos y, por otro lado, cómo se generan condiciones institucionales, sociales, culturales para prevenir que sean víctimas. Esto necesariamente tiene que ser construido desde un marco que excede a la justicia penal.

–Dada su formación en política criminal y criminología, ¿cree posible la resocialización de delincuentes, adultos o niños? ¿Qué reflexión le merece la relación que se establece entre la delincuencia juvenil y la “escuela del crimen” en las cárceles?

– Como enseña el profesor Eligio Resta, todos los casos de niños son trágicos. Ellos necesitan de decisiones en plazos rapidísimos, porque su tiempo de vida no espera; pero al mismo tiempo toda decisión que se tome sobre ellos se dirigirá y tendrá efectos en su vida a largo plazo. ¿Cómo estar seguros de que es la decisión correcta? ¿Cómo determinar su interés superior que, en este ámbito, implica inclinarse por aquello que evite que en el futuro cometa delitos? La delincuencia juvenil revela un doble fracaso de la sociedad, porque produce las condiciones dentro de las cuales la situación problemática de un menor deviene delito y porque, una vez que ocurre, impotente para encontrar una solución que apunte a la reparación del daño y a la reintegración social del adolescente, reclama un endurecimiento de la respuesta estatal, como si el niño fuera una persona adulta.

El derecho internacional ha establecido que la privación de libertad de una persona menor de dieciocho años de edad es una respuesta extrema, porque implica una enorme restricción de derechos fundamentales en un contexto que, como regla, imposibilita adquirir habilidades sociales y cívicas. En el caso de niños y adolescentes, este carácter se acentúa precisamente porque la persona se encuentra en etapa de aprendizaje de todas esas habilidades y conocimientos. Por eso solo puede justificarse en casos realmente muy graves y por el tiempo mínimo indispensable para, en términos de la culpabilidad reducida que tiene un menor de edad, explorar alternativas eventuales y
futuras que aseguren que ese adolescente se reintegre a su comunidad de forma no conflictiva en el futuro.
En ese sentido querría insistir en que, frente a reclamos como los que circulan, no debe perderse de vista que las estadísticas en cualquier parte del mundo indican que ellos no son los responsables principales de la gran mayoría de los delitos que se cometen ni, sobre todo, de los más graves –para el caso argentino, entre el 1 y el 4 % de los ingresos totales a la justicia penal, en los últimos veinte años, con mínimas variaciones según la fuente y jurisdicción–.

– Para culminar con la entrevista, Dra. Beloff, nos interesaría conocer qué balance hace de su destacada carrera académica tanto en la Universidad de Buenos Aires como en universidades extranjeras. ¿Considera la educación pública, gratuita y de calidad como un elemento indispensable para el fortalecimiento democrático y la igualdad real de oportunidades?

–Absolutamente. Siempre digo que ingresé a la Universidad de Buenos Aires a los doce años, porque estudié en el Colegio Nacional de Buenos Aires, y continúo en ella. Mi identidad profesional y personal son el resultado de la educación pública de excelencia.
Como estudiante mantuve una intensa actividad académica universitaria, participé de la revista jurídica de estudiantes Lecciones y Ensayos, fui auxiliar docente e investigadora no graduada en un sistema que acababa de iniciarse (UBACyT), hicimos con mis compañeros los primeros Congresos de Estudiantes de Derecho Penal y Criminología que con los años se extendieron a toda Iberoamérica y tantas otras experiencias que sería muy largo relatar. Entonces no nos dábamos cuenta, pero con los años advertimos que fue algo excepcional ser parte de la primera generación del llamado Plan Nuevo de la Facultad de Derecho, a pocos años del restablecimiento democrático. Las clases las enseñaban los profesores titulares, en particular las del Ciclo Profesional Orientado. Algunas eran figuras públicas muy conocidas, pero otras, aunque no tanto, también eran juristas excepcionales con prestigio internacional. Así conocí a mi maestro, al tiempo que aprendí, directamente, de otras figuras que me marcaron decisivamente como jurista y académica.
Un buen número de mis compañeros y compañeras de esos años han realizado contribuciones significativas al Derecho, ya sea en el ámbito nacional o internacional. Son magistrados, funcionarios, académicos o abogados-as reconocidos en múltiples ámbitos. Es un orgullo pertenecer a esa generación. Me siento privilegiada y estoy agradecida por la época y por las condiciones en las que me tocó estudiar. Gracias a la Universidad de Buenos Aires pude estudiar en la Universidad de Harvard, donde también tuve profesores excepcionales. Gracias a esa educación excepcional pude desarrollar una extensa carrera judicial.
Por otro lado, la academia también me ha permitido participar en foros internacionales en los cuales la universidad argentina es referencia de rigurosidad y compromiso social.
Soy producto de la universidad pública. La considero un pilar de la democracia y de la igualdad de oportunidades.
Hoy existen muchas más oportunidades que las que había entonces, aunque podríamos discutir sobre cómo y qué se enseña, pero eso va a quedar para otra ocasión.

– Dra. Mary Beloff, es un orgullo contar con la participación de una jurista tan destacada, tanto en el ámbito académico como judicial, a nivel nacional e internacional. Su invaluable aporte para la transformación social y la profundización democrática es, sin duda, una referencia fundamental.

– Muchas gracias a ustedes por la invitación.

                                                


                

                                                        

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