DOCTRINA


ENFOQUE SOBRE LA CONSTITUCIÓN DEL ESTADO (2)                        

APPROACH TO THE STATE CONSTITUTION

         

Por Raúl Gustavo Ferreyra (1)

Universidad de Buenos Aires, Argentina

1. Abogado (Universidad de Buenos Aires). Catedrático de Derecho constitucional (Facultad de Derecho, UBA). Doctor en Derecho (UBA). Posdoctor en Derecho (UBA). Profesor visitante extraordinario de la Universidad Nacional del Oeste.

                                                

                                                        

Resumen:  La Constitución es la forma inicial del derecho positivo del Estado. Una forma finita que autorizará la producción de todas las otras formas inferiores del orden, casi infinitas. La ley suprema es una lengua de la razón para cubrir jurídicamente las bases del Estado. Un objeto complejo creado por la tarea eminente de la política de los representantes de una ciudadanía para garantizar una coexistencia sin agresiones en una comunidad en la que se persigue la búsqueda de una paz duradera, relativa y sin fisuras. Desde un enfoque interno y abstracto, propio de la teoría general, propongo una declaración conceptual, en la que se detalla cada una de sus piezas y misiones.

Palabras clave: Constitución, Estado, teoría general, lengua, razón, democracia, destrucción

Abstract: The Constitution is the initial form of all positive law of the State. A finite form that aut horizes the production of all other lower forms of the almost infinite order. The supreme Law is a language of reason to legally cover the foundations of the State. It is a complex object created by the eminent task of the politics of the representatives of a citizenry to guarantee coexistence without aggression in a community where the pursuit of lasting, relative, and seamless peace is sought. From an internal and abstract perspective, typical of general theory, I propose a conceptual statement, in which each of its parts and missions is detailed.

Keywords: Constitution, State, general theory, language, reason, democracy, destruction

 

I – INTRODUCCIÓN


Política, derecho y Constitución del Estado

La Constitución, producto exclusivo de la razón, es un objeto que se encuentra en el mundo social. Es la mayor creación de los seres humanos para una coexistencia sin agresiones en una comunidad que persigue la búsqueda de una paz duradera. Es la única forma del derecho positivo que debe contemplar su propio cambio. El Estado se define por los fundamentos de la ley suprema. Ella se constituye como su cuarto elemento, junto a la población, el poder y el territorio. En esas condiciones se puede evocar a la “Constitución del Estado”.
La escritura fundamental
 (3) es un instrumento normativo que el derecho promete para conservar la vida de todos los seres humanos y un determinado cuidado de la naturaleza.
Fue inventada para que abandonaran un incierto estado antisocial o sin política gregaria o apolítico. La Constitución, con su sistema, debe alcanzar un compromiso tanto para desarrollar consensos homogéneos como para tramitar los intereses opuestos de la ciudadanía, que minimice sus fricciones y garantice la paz. Por ser altísimo derecho sobre el derecho inferior, debe ser instituida como una regulación institucionalizada sobre la fuerza del Estado, un ente que ha de poseer de manera irrenunciable el monopolio de su programación y ejecución.
Los seres humanos no crean ni el ambiente natural que constituye su espacio vital ni el tiempo de su existencia. Desde la aparición y el desarrollo de su razón crítica, hace más de 2.500 años, han generado descubrimientos e invenciones, entre las que se cuentan las leyes sociales. Una de estas, la Constitución, persigue un cierto gobierno del tiempo y del espacio en el ámbito de una comunidad ciudadana, dimensiones que el ser humano, con su inteligencia natural, nunca ha podido regular por completo. Un milagro inalcanzable, en especial, en pleno siglo XXI, cuando se advierte que esta ley suprema, una ideación del siglo XVIII y heredera de su iluminismo racionalista, resulta un plan institucional tan discreto como desbordado por una conjunción inagotable de causas. Me refiero, por ejemplo, a los cambios sociales de toda clase: la exclusión, el avance de la inteligencia artificial y, sobre todo, la falta de adecuación solidaria para contener un capitalismo en el que la riqueza se encuentra en poder de puñados de individuos que no aceptan reglas sobre la “justicia social”
 (4).

La invención de la ley fundamental, una ley social y normativa por excelencia, siempre es el resultado de un trabajo político. Un arte eminente que consiste en diseñar soluciones o significativos alivios para los problemas, ocasionales o permanentes, que una comunidad ha de enfrentar. La configuración del marco de un “problema” y su correspondiente desarrollo no implican que pueda contener una solución o que, encontrada esta, siempre pueda ser objeto de reiteración.
Los problemas constitucionales son políticos y jurídicos. Hay problemas que tienen solución definitiva o circunstancial y otros que no la tienen ni la tendrán, al menos con moderada o razonable satisfacción comprobada por el momento. Esa misma postergación resulta aplicable a los avatares de la ciencia jurídica; así, hay problemas, por ejemplo, sobre los cuales no advierto una solución robusta, razonada y hegemónica: la regulación normativa de la clonación humana o de cualquier otra forma de reproducción que no se asiente en su totalidad en la naturaleza del hombre, o el gobierno de la comunidad, total o parcial, instrumentado por la inteligencia artificial. Esos son problemas francamente desconcertantes, cuya falta de dominio sobre los extremos basales de los estados de cosas que promueven y sostienen inclina decididamente a la postergación, acaso infinita, de cualquier modelo de regulación constituyente.
El poder, una de las máximas creaciones del ser humano, puede generar malestar o bienestar en la comunidad. En dicho ámbito, “solo el poder puede crear derecho” (Bobbio, 1994, p. 14). El poder político deberá producir las reglas que determinen la conducta humana en la comunidad. Así, el poder es unilateral en su actitud de creación del derecho, una “lengua”
 (5) básicamente integrada por reglas, que una autoridad produce con arraigo en la razón y en la experiencia, en ejercicio de un poder institucionalizado en representación de una ciudadanía y para la ordenación de la paz social (6) de una comunidad, en un tiempo y un espacio determinados.
Si bien la primacía de la política es indiscutible, producido el derecho, se inicia el eterno viraje: el poder queda sometido a la regulación jurídica. Comienza, en otra lengua y en otro escenario, la tensión inacabada entre autoridad y libertad. Así, la lengua de la ley fundamental será pura creación política y su ideación dependerá de una determinada razón o experiencia sobre el derecho. Una de las mejores ideaciones para dar cuenta de la estrecha relación entre derecho y Constitución es la de una matrioshka. Esta muñeca re presenta la génesis, la existencia multicolor y plural, y la unión. Así, la muñeca mayor, la concepción sobre el derecho, contiene en su espacio a otra, la concepción sobre la Constitución, y esta, así, al resto de las reglas inferiores del orden jurídico
(7). En tales condiciones, la Constitución pretenderá instituir el fundamento jurídico del orden del Estado y su cambio, a partir de una concepción predeterminada del derecho recibida de la política.

 

Una máquina del tiempo

En 1895, la más imaginativa de las narrativas “inventó” una máquina del tiempo (Wells, 2015). Esa entelequia queda en la ficción, en su idónea y mágica originalidad, por que el ser humano aún no puede viajar en todas las direcciones del tiempo; con suerte puede lidiar con aspectos de su presente y proyectar tímidamente especulaciones respecto de su futuro. Ahora bien, las constituciones son o deberían ser instrumentos que permitan a todas las generaciones –pasadas, presentes y futuras– el diálogo entre sí, que sus ciudadanos contraten y recontraten sobre el pacto fundacional, en igualdad de condiciones, con el fundamento de que son igualmente libres. Porque toda generación tiene el derecho a deliberar y disponer, en tiempo siempre presente, su forma de organización jurídica, empezando por la constitucional. Solo así la ciudadanía cuenta con la posibilidad de viajar en el tiempo.
La ley suprema, máquina del tiempo, autoriza y discierne la estructura de los espacios de los poderes políticos y el marco de referencia temporal de las funciones gubernativas en una comunidad determinada. Esta invención permitió –y permite– alcanzar y disfrutar todo aquello que el ser humano no lograría con su limitada energía individual. Así, es capaz de producir un poder organizacional superior al individuado en cada ciudadano o ciudadana (Popper, 1992). Este contrato social, el acto político y jurídico instituyente más relevante de una ciudadanía, producido habitualmente por representantes genuinos, define y ordena una fuerza comunitaria con racionalidad y dirección.
La concepción de la Constitución como máquina del tiempo dispone de luces y sombras. Al ser una máquina, se pueden depositar en su seno “oro o plomo” (Calamandrei, 2011, p. 65) o “armas o rosas”. El principio de constitucionalidad, vaciado en la maquinaria, sirve de molde o envase. Pesa sobre la Constitución, como en todas las instituciones creadas por el ser humano, el hecho de que ella como artefacto es el resultado sustantivo de los procesos pasados. Ella podría autorizar la gobernanza para una ciudadanía que hoy vive y que no conocerá jamás al sujeto político que la precedió y la fundó en el tiempo.
Esa ciudadanía tampoco conocerá a la comunidad que en el futuro se regirá con esas mismas reglas constituyentes, o muy semejantes, que se deriven desarrolladamente de su texto propio.

Todos los ciudadanos han de ser iguales en libertad y ante un mismo derecho constituyente del Estado en tiempos absolutamente diferentes, por lo que sus coexistencias físicas nunca han de coincidir. Así, las leyes fundamentales son artefactos, máquinas, que los seres humanos crean para regular racionalmente su existencia en el mundo. La Constitución es un verdadero contrato social que, al instalarse en la dimensión del tiempo, se representa a sí misma, también, como un contrato intergeneracional, un contrato para quienes integran la generación del presente y para quienes integren las generaciones del futuro (Häberle, 2009). Añadiría que esos contratos políticos, sometidos a la variabilidad perpetuamente cambiante de la existencia humana, no constituirán, jamás, ningún modelo de alquimia para dominar globalmente el tiempo futuro. Esto último, el gobierno del futuro, nunca sucederá por la propia presencia eterna del principio de indeterminación de la existencia con vida y del Universo.

 

Saber doctrinario: teoría general y dogmática. Justificación

En pleno siglo XXI, casi todos los Estados del mundo poseen una norma fundamental. Como objeto mundano, puede ser estudiada y valorada, al menos, desde dos enfoques: el externo y el interno. En el enfoque interno se aísla el instrumento “Constitución” para realizar fundadas descripciones y, eventualmente, determinadas valoraciones. En cambio, en el enfoque externo se computa a la ley fundamental como el cuarto elemento del Estado, junto al territorio, la población y el poder, con naturalización de las mismas tareas señaladas para el enfoque interno.

En ambos enfoques, las proposiciones descriptivas o valorativas pueden referirse a una ley fundamental de un Estado concreto, o bien realizar el estudio de manera abstracta sin atender a un orden jurídico estatal específico. La concepción concreta se apoda “dogmática”, mientras que la abstracta se denomina “teoría general de la Constitución” (8).
En esta contribución asumo la ruta preferida del “enfoque interno” con un bosquejo “teórico” contenido en una escritura que ha sido pensada y redactada en América del Sur (Cyrillo, 2004; Marquardt, 2023; Pampillo Baliño, 2023; Morales, 2022). Ocasionalmente, hago menciones “dogmáticas” específicas sobre la Constitución federal de la República Argentina
(9), elegida porque su validez temporal se remonta a 1853, lo que la convierte en una de las escrituras republicanas más antiguas del planeta, y sobre la Constitución de la
República Federativa de Brasil
(10), porque su validez espacial debe cubrir al Estado republicano con el territorio más extendido y abrazar al pueblo sudamericano con mayor cantidad de ciudadanos. Apréciese que el cuerpo normativo de la Constitución argentina posee una duración de más de 170 años. Por su parte, la Constitución brasileña sostiene a una de las democracias constitucionales con sufragio obligatorio de una ciudadanía importantísima en el concierto mundial. En ambos casos, además, cada proceso de reforma o enmienda para el cambio formalizado de sus escrituras fundamentales –escogido por los constituyentes brasileños en 1988 y por los argentinos en 1853– contiene significativos paradigmas jurídicos para la ciencia del derecho constitucional.

Hay verdades muy difíciles de ser negadas: la existencia de los seres humanos y de toda forma de vida en la Tierra está puesta sobradamente en peligro, entre otras calamidades, por la devastación provocada por actividades con emisiones de gases de efecto invernadero y el consiguiente cambio climático; la amenaza nuclear generada por ojivas; la contaminación de la naturaleza; el crecimiento de la exclusión social; el endeudamiento irracional de los países pobres o en vías de desarrollo; la deforestación y la bruta e irreflexiva desertificación del suelo; las prácticas irresponsables de la agricultura, la minería y la ganadería. La magnitud de esos problemas hace que se sufran con la misma intensidad en todo el planeta, aunque las comunidades sigan siendo estatales, al meno en América del Sur.
En nuestra región no hay soberanía compartida. El Estado cobija a sus propios ciudadanos dentro de su territorio y con la autoridad de sus poderes, creados por una ley fundamental. Si bien existe una incipiente integración por vías de instrumentos bio multilaterales e instituciones supraestatales, no hay más Estado para resolver los problemas mentados, por ahora, que el constituido por la ley fundamental, sin perjuicio de los ingentes y notables esfuerzos internacionales para conjurar el daño irreparable de la destrucción de la naturaleza y la exclusión social.

Recientes y notabilísimas contribuciones doctrinarias incluso han aupado un “esbozo” normativo para un constitucionalismo (11) globalizado del mundo entero (Ferrajoli,  2023). Al ser literatura fundamental, son un constante apoyo para abordar los problemas de nuestros Estados. En este punto, creo que debemos seguir pensando en el ámbito de nuestro tiempo y de nuestros espacios estatales para, en el futuro, quizás, prosperar en el desarrollo de un valioso pensamiento globalizado o, al menos, de ligadura regional o con expresión jurídica subcontinental en América del Sur.

 

Itinerario

En el punto siguiente desarrollaré una idea acerca de la Constitución sobre la base de una declaración teórica. En el contenido teórico de esa declaración se aprecian las diferentes piezas que constituyen el objeto complejo “la Constitución del Estado” y la noble misión que el instrumento intentará cumplir con estimable eficacia. Luego realizaré los comentarios finales, con una referencia puntual sobre la paz como misión del derecho.
Antes de dirigirme al bosquejo de la enunciación teórica sobre la Constitución en el próximo apartado, aquí deseo resaltar que las ideas jurídicas en un Estado son elaboradas y se acumulan en el tiempo por intermedio de un número inmenso de autores, que en la mayoría de las situaciones dialogan, confrontan, polemizan y se contradicen con sus tesis y ensayos. Las ideas sobre la ley fundamental son capitales en la historia de la humanidad. Quizá Emer de Vattel haya sido uno de los pioneros, al entender y sugerir, en Ledroit des gens ou Principes de la loi naturelle appliqués à la conduite et aux affaires desNations et des Souverains (1758), que la regla fundamental que determina la manera en la cual la autoridad pública debe ser ejercida es lo que forma la “Constitución del Estado”
(12). Esa fundada ideación, sin duda, ha sido uno de los primeros motores que han inspirado gran parte de los pensamientos aquí escritos.

 

II – UNA IDEA SOBRE LA CONSTITUCIÓN

 La forma inicial y suprema del orden jurídico del Estado

El derecho del Estado es una combinación de formas jurídicas, básicamente reglas de naturaleza diversa, para la regulación institucionalizada de la conducta humana. Una creación con aspiraciones de unidad, pretensiones de coherencia y autoridad prescriptiva, siempre dentro de un ámbito espacial y temporal. Su máxima expresión jerárquica la instituye su ley suprema escrita, que, al determinar el único origen e implantar el criterio para el escalonamiento y la gradación de todo el derecho inferior, autorizaría una existen cia ciudadanamente pactada de un “Estado constitucional”, tanto Estado como el diseñado solo y exclusivamente por la escritura fundamental (Häberle, 2003). Ella, con sus enunciados altísimos e insuperables de derecho, es la forma de las formas del orden jurídico estatal; acaso, junto a un determinado cuerpo del derecho internacional de los derechos humanos, en el supuesto de que, en tanto ley fundamental, les autorice desde su propia fuente matricial una validez con semejante, menor o prevalente jerarquía.

La naturaleza de un bosquejo sobre teoría general de la Constitución asumida para este escrito motiva razonadamente que solo se indiquen las escrituras fundamentales de Argentina (13) y Brasil (14), es decir, rasgos eminentes de la conexión entre el principio de constitucionalidad y el derecho internacional de los derechos humanos. Todo texto constituyente de un Estado, con sus palabras escritas y generadoras, puede configurar una determinación jurídica que posea un altísimo grado de concentración y abstracción, acaso con fuerza superior a las bondades ofrecidas por la doctrina judicial o autoral.
La jerarquía es un criterio. Su aplicación provoca que una colección de entes determinados se pueda guiar por una relación de dominación (Bunge, 2001). Esa cadena de mando o gobierno en la experiencia de la humanidad, terrenal o espiritual, fundada en una jerarquía no igualitaria, es la que se elevaría como eslabón originario de la idea asumida en el derecho para su propio escalonamiento y, así, autorizar o permitir el trayecto desde aquello que se reputa mayor hasta aquello que se reputa inferior. Por lo pronto, los seres humanos han dedicado y destinado largos años a aprender y disfrutar de las ventajas que puede proporcionar, en general, una ordenación jurídica determinada; calificada por la supremacía de una norma o sistema de reglas que se erige como superior, con jerarquía intransigente, indubitable e indisputable por encima del resto de las normas que integran el sistema jurídico estatal, que se entienden inferiores.

La configuración de reglas constituyentes de un Estado ha contenido en su escritura –casi siempre– una regla suprema, es decir, la Constitución como norma que fundamenta la totalidad del orden jurídico, “tanto por su forma de creación, cuanto por su contenido” (Bidart Campos, 1995, p. 92). Se trata de una ley fundamental del Estado que configura un “sistema deductivo” (Alchourrón y Bulygin, 1998, p. 103), integrado por una cantidad siempre finita de enunciados básicamente regulativos que determinan una guía que propone una gama casi infinita de alternativas interpretativas sobre la conducta humana. Con las nociones de primacía (15) y de fundamentalidad se creó una “suma regla”: “suprema, altísima y que no tiene superior” (16). Así, se emplaza un sistema de reglas –el constitucional– en el sistema jurídico y se lo posiciona como superior, porque ninguna será más alta que él.

Para fundamentar la primacía del sistema de reglas constitucionales, su cotización normativa descansa en su propio texto y no es preciso acudir a ninguna otra norma superior a la Constitución. La supremacía se comprende en normas puestas en la propia escritura de esta; no hay ningún supuesto, porque se trata de derecho constituyente establecido por el creador de la norma. La norma suprema instituye el fundamento para la validez de todas las normas del sistema. Es la fuente de validez de todo el derecho de raíz nativa. También opera como fuente para autorizar la validación del derecho internacional de los derechos humanos, tal como señalo más arriba, en condiciones de semejante, inferior o superior jerarquía a ella misma, en aquellos supuestos en que esa determinación resulte objeto de regulación específica.
La complejidad de los órdenes jurídicos, en razón de la constelación de fuentes, impide conocer con exactitud cuantas normas lo integran. Sin embargo, la Constitución asegura su unidad al disponer el criterio supremo que permite distinguir y validar la pertenencia de una norma a un orden jurídico; instituye la base del orden jurídico, propiamente: la unidad, porque a ella debe remontarse o escalarse la validez de todas sus normas. El acuerdo básico del poder de la ciudadanía significa que, en el escalonamiento jerárquico de las normas jurídicas, en principio, nada existe sobre la regla superior constitucional.
Todo acto o norma producido o generado manifiestamente fuera del procedimiento o de  los contenidos estipulados por ella implica una “variación” o un cambio prohibido por el propio sistema; la transgresión ocasiona una situación de disconformidad, un vicio o defecto: la inconstitucionalidad. La citada gradación jurídica ubica todas las reglas en niveles diferentes; las superiores subordinan a las inferiores, y la Constitución –la suma regla– subordina a todo el orden jurídico del Estado.

La “Constitución positiva misma” (Ross, 2018, p. 421; Valadés, 2010, pp. 48-49.) (17), con su propio contenido, expresamente establecido, es la base puesta por el poder constituyente que, con su acto fundacional, permitirá identificar como derecho otras normas inferiores. El escalonamiento de la totalidad de las reglas del orden jurídico, según se lo observe desde arriba o desde abajo, empieza o culmina con ella. Pues es la regla puesta, y no debería requerir ningún presupuesto o norma fundamental externa para clausurar o fundar la totalidad del propio orden jurídico. La regla constituyente debe ser, con afirmada singularidad, la propia regla de reconocimiento por antonomasia de todo el orden jurídico estatal. La Constitución instituye el criterio básico e incontrovertible para identificar las reglas inferiores del orden jurídico estatal. Ese debe ser uno de sus más reconocidos roles relevantes (18). No debería existir elemento alguno o ficción posible como referencia por encima de la Constitución. Ella, criatura del poder político de la ciudadanía, debe cargar con su propio fundamento autorreferente.

La Constitución, al quedar instituida como la regla de reconocimiento de todo el orden estatal y sus derivaciones, deberá ser el instrumento para discernir cualquier controversia sobre la membresía de normas inferiores, porque ella es última, altísima, intangible y suprema. Sin embargo, la unidad fundamental establecida por ella es determinante pero no suficiente para asegurar la coherencia del orden jurídico. Todo el derecho, gracias su unidad, podría enhebrar una “relación con el todo” (Bobbio, 1997, p. 177). La determinación de la relación de coherencia entre sí provee la posibilidad de la unidad sistemática.
Esa totalidad ordenada se obtiene por determinaciones formales y sustanciales que, alojadas en la escritura fundamental, servirán para distinguir –como ya anticipé– la membresía o pertenencia al sistema jurídico del Estado. La Constitución, por intermedio de los “límites y vínculos” (Ferrajoli, 2012, p. 11) de sus reglas, intentará planear y disciplinar, hasta cierto punto, la coherencia del orden jurídico estatal, siempre colocado a prueba por la producción y la realización del derecho inferior.
La ley suprema debería instituirse con sus enunciados de derecho como una razón anticipada para regular aquellos estados de cosas sobre la coexistencia de una ciudadanía integrada por personas que comparten una igualdad fundamental de pertenencia a una comunidad política y que por eso integran el pueblo de un Estado. Ella ha de ser un texto pactado y elaborado en representación de una ciudadanía plural, cuya suma aspiración consiste en establecer y desarrollar una paz social durable, estable y abarcadora.
Por ello, la más alta expresión y forma inicial del derecho de un Estado la instituye su Constitución escrita. Un instrumento para el gobierno del Estado siempre creado por los seres humanos y que determina el origen de todo su orden jurídico y de las decisiones
para su gradación jerárquica. En otras palabras: una ciudadanía integrada por individuos siempre igualados en libertad, quienes han de ejercer la titularidad de la dirección indubitablemente democrática de esa comunidad, que se concreta merced a los misterios de la
representación política, proposición que significa un lineamiento vigoroso de esta disertación.

 

Declaración teórica sobre el objeto complejo “Constitución del Estado”


Esta declaración se imbrica en el ámbito de la estatalidad y en la regulación institucionalizada de la política en el interior del Estado. La tesis que postulo no aventura la disolución del Estado, ni propone que el principio de constitucionalidad solo posea implementación dentro del ámbito pergeñado por la estatalidad. Tampoco descarto una futurible constitucionalización de otros entes que no sean un Estado. Sí afirmo que sin ciudadanía no hay Constitución escrita, y sin ella no hay Estado democrático, así como también enfatizo que sin tolerancia respetuosa a sus reglas resulta imposible una convivencia pacífica.
Dentro del marco teórico propuesto, la ley suprema es la lengua de la razón para la convivencia en paz. La declaración conceptual de la Constitución concebida abstractamente como un sistema normativo, escrito, integrado por piezas que se construyen por enunciados de derecho, superior en jerarquía a cualquier otra forma del derecho estatal, es una exposición elemental que pertenece al ámbito de la teoría general de la Constitución. A continuación la defino sin atender expresamente a la regulación de un orden jurídico de un Estado concreto.
Los sistemas jurídicos estatales son sistemas normativos en cuya base o fundamento reside la regla constitucional. Se entiende por “sistema” un “objeto complejo” (Bunge, 2001) cuyas piezas se encuentran compuestas, estructuradas y garantizadas dentro de un entorno. Esta concepción debería incluir entre sus piezas la composición, la estructura y las garantías y el entorno. La composición abarca todas sus partes. La estructura consiste en las relaciones entre las piezas, incluido el entorno. Las garantías son mecanismos que protegen las piezas del sistema. El entorno se detalla en los estados de cosas que actúan sobre todas o algunas de las piezas del sistema.
Así, resalto lo que entiendo por Constitución del Estado:

– La lengua de la razón por la que se instituye la forma inicial del orden estatal, consistente en un sistema de reglas sobre todas las reglas del derecho para la concreción de procesos públicos en un determinado tiempo, espacio y comunidad de ciudadanos y ciudadanas.

– Un sistema artificial que, con sus cuatro piezas, constituye uno de los elementos primordiales del Estado, así como funda y confiere jerarquía y validez a la totalidad de su orden jurídico. Su emanación deberá provenir del poder político de la ciudadanía que integra el pueblo, representada por una autoridad, sea que se trate de la fundación o del cambio. Así, la ley fundamental ha de ser una regla instrumental, que conste en escrituras, dirigida a la ciudadanía y a los servidores públicos.

– Las escrituras del sistema de la Constitución que dispongan su “composición” han de comprender hasta cuatro partes: simples declaraciones; derechos, bienes y deberes fundamentales; el diseño del poder; y el proceso de reforma.

– El sistema ordenado por la Constitución posee garantías que instituyen mecanismos para su defensa.

– Los vínculos, enlaces y relaciones entre cada una de esas piezas, al definir la “estructura” del sistema, mostrarán las fortalezas y debilidades del tipo de Estado orientado al camino de los caminos: “la tierra prometida” de la democracia, libre de la autocracia.– La composición, la estructura y las garantías del sistema tendrán como entorno una “sociedad abierta”.

– La principal misión del instrumento consiste en la determinación y ulterior realización racional del ámbito de su obligatoria normatividad, que cierto estado de cosas deba ser: establecer y desarrollar las existencias en paz.

 

Las piezas del sistema


Repárese, ahora, en cada una de sus cuatro piezas.
Primera. La composición del sistema constitucional abarca todas sus partes: simples declaraciones; derechos, bienes y deberes fundamentales; los poderes del Estado –autoridad y control–; y la reforma del propio sistema.
Segunda. La estructura consiste en las relaciones entre las piezas del sistema constitucional con inclusión del entorno; queda configurada por la “democracia”, entendida y prometida como forma de producción de reglas y fundadora de la legitimación del Estado. La democracia consiste en buscar y construir consensos homogéneos y perdurables. Ella comporta un método fundado en reglas de juego iguales por naturaleza para todos los ciudadanos habilitados a participar, sin secretos, a la luz del día, cuyo valor irrenunciable es el pluralismo, en tanto su ejercicio no agreda ni implique la intolerante desnaturalización y abolición del propio método democrático constitucionalmente asumido
y protegido.

Las Constituciones contemplan la vía representativa para la gobernanza. Algunas de ellas albergan de modo complementario determinadas formas semidirectas que implican una participación casi sin intermediación en la decisión política. Con arreglo a la representación, en especial en el sistema presidencial típicamente sudamericano, se escoge y requiere de un líder del proceso constitucional.
El sistema de gobierno presidencial en América del Sur –guste o no guste, sea eficaz o ineficaz, contenga o no rasgos autocráticos irremediables– resulta ser el único modelo que observa concreción en las letras constitucionales de los diferentes Estados. Ningún Estado sudamericano tiene como sistema de gobierno el parlamentarismo o un presidencialismo acotado, sin degeneraciones o regenerado. Tampoco se presenta, en ninguno de los Estados sudamericanos, un Ejecutivo colegiado o un Consejo. Las disputas sobre la ejecución de las políticas públicas en la región sudamericana son indiferentes, por que solo hay un modelo: el presidencial.
Por ello, la disputa –si acaso fuese tal– consiste en comparar las atribuciones; mejor dicho, establecer qué presidente, de qué gobierno, posee mayores atribuciones. Así, los avatares del constitucionalismo en América del Sur se encuentran ligados a las diferentes formas de “cultivo” que asume el presidencialismo. La suerte del constitucionalismo –en la tipología presidencialista, más o menos absolutista– queda unida o subordinada, penosamente, al gobierno encabezado por el presidente, por aquello de que en el modelo se instituye a una persona, y solo a una, que será la que intentará liderar el proceso constitucional.
De este modo, el presidente se erige en el centro decisivo de la política nacional, y así se convierte en mucho más que un árbitro supremo. Concretamente, es un director absoluto, un “monopresidente” (Ferreyra, 2019). Eso sucede, lamentablemente, tanto en el ámbito de la Constitución de Brasil como en el de la argentina, con sus alcances respectivos. El presidente es elegido a partir de sistemas electorales mayoritarios, en cuyo proceso de confrontación el candidato que gana concentra todo el poder por períodos que a menudo contemplan el escenario de la reelección.
Los Congresos asumen diferentes modelos electorales para la representación ciudadana, y en ellos debería desarrollarse la escena principal del teatro de la democracia. Los departamentos políticos, presidente y Congreso, se integran con participación directa en comicios libres de la ciudadanía. En cambio, en la integración y composición del Poder Judicial y del Ministerio Público, así como en el control de su desempeño institucional, el cuerpo electoral no participa directamente. Esa circunstancia se encuentra vinculada a mecanismos absolutamente burocráticos, pergeñados en la mayoría de los casos por las propias letras constituyentes para la designación del magistrado y, de manera eventual, para su enjuiciamiento por mal desempeño. Así, se debilita la democracia y crece la falta de confianza en sus resoluciones, por la falta de conexión con la ciudadanía.

En el ámbito de la democracia prometida por una Constitución, se aguarda que una mayoría pueda gobernar con su plan políticamente aprobado en comicios libres, auténticos y transparentes, y que una minoría pueda llevar adelante, con libertad, sus propuestas y controles sobre el oficialismo gobernante, con la esperanza de ser mayoría en el futuro. La democracia constitucional es un todo: mayoría y minoría. Una deformación indeseada de esta se observa con el oleaje dañino que provoca la “democracia delegativa” (O’Donnell, 1997), que posee seria capacidad para ahogar la idea de representación en una comunidad. El más allá de esa deformación es la propia destrucción de la estructura democrática que ha de tener lugar cuando una “mayoría circunstancial”, por el hecho de ganar unos comicios, se crea favorecida para dominar con autocracia; no hay principio que pueda revelar o justificar semejante irracionalidad hacia el abismo de la existencia
comunitaria, porque el principio de la mayoría, repito, no implica jamás el dominio de la misma.

Tercera. Las garantías son mecanismos que protegen las piezas del sistema y deberían intentar la intangibilidad de la Constitución y del orden jurídico por ella determinado y autorizado. Así, con sus mecanismos, se deberían procesar, por ejemplo, la defensa de los derechos (19) y bienes fundamentales, los controles entre los poderes constituidos, el control de constitucionalidad, el estándar de racionalidad, el cambio constituyente y el manejo de las emergencias en la ley fundamental.
La Constitución posee propiedades extraordinarias, únicas y supremas en el derecho, porque, entre otros estados de cosas, debe proveer a la protección de todo el derecho inferior del Estado, instrumentar todo el proceso de gobierno de una comunidad, autorizar el ingreso del derecho internacional de los derechos humanos y contemplar sus propios mecanismos para salvaguardar su integridad. Por consiguiente, con facilidad puede aseverarse que toda Constitución valdrá aquello que valgan con robusta efectividad sus propias garantías.

Cuarta. El entorno se detalla en los estados de cosas que actúan sobre todas o algunas de las piezas del sistema. La “sociedad abierta” (Popper, 1992, p. 195) debería ser una comunidad de seres humanos en la que cada uno posea la inmaculada naturaleza para adoptar sus “decisiones personales”, en oposición y rechazo a una “sociedad cerrada”, caracterizada por la magia, el totalitarismo, el seguimiento de un líder profético, o a cualquier otro modelo de sinrazón, es decir, cualquier modelo de absolutismo o concentración desmedida de poder. Aunque el entorno se instala en la periferia del sistema y, por ello, estrictamente no es una pieza, sí interfiere en la relación entre las piezas y, por ende, en la estructura del sistema.

 

La arquitectura de las piezas: reglas primarias, secundarias
y simples enunciados. Procesos públicos


Todas las piezas del sistema constitucional se instituyen por una “trinidad de regulaciones”. Las reglas primarias sobre la conducta determinan derechos, bienes y deberes fundamentales. Las reglas secundarias determinan las competencias de los órganos de los poderes públicos. Las simples declaraciones son enunciados no normativos; por ejemplo, los preámbulos de las constituciones o simples declaraciones políticas, que cobran su juridicidad por el hecho de participar del sistema normativo y pueden referirse al ámbito de la normatividad de las primarias o de las secundarias.
Así, la Constitución se puede concebir como una combinación de reglas primarias, secundarias y otros enunciados; regulaciones que instituyen, pieza por pieza, su sistema normativo. Todas esas regulaciones son finitas, porque no poseen enunciado fuera del propio establecimiento de la reglamentación que prometen con su lengua. De este modo, la lengua de la Constitución muestra la esencia de todo aquello que puede ser pensado y repensado dentro de la comunidad estatal. Desde esa inteligencia, la lengua constituyente del Estado, enunciada y normada con finitud por sus palabras generadoras, deberá proveer, merced a la deducción de sus posibilidades existenciales, a la construcción de un orden jurídico así derivado.
La Constitución, un instrumento finito, autorizará una aplicación casi “infinita” o ilimitada a partir de la instrumentación y el desarrollo de su lengua. Su realización, por acatamiento o interpretación –como se lee en el próximo apartado–, autorizará una utilización casi “infinita” o ilimitada del instrumento o “medio finito”
(20). No ha existido una inteligencia natural que pueda concebir estados de cosas infinitos, porque su propia finitud estatuye con rigor insuperable los límites de aquello que ha de ser calculable y previsible. Las reglas constitucionales son las reglas básicas que, pensadas siempre en el momento originario, han de determinar y condicionar todo aquello que nazca directamente en razón de su regulación jurídica. Las reglas inferiores a la ley fundamental, que se crean para su desarrollo, nunca deberían existir bajo una forma o un contenido que no sea el criterio de configuración y predeterminación objetivado con justeza en los parámetros de la ley básica. Ella autoriza la creación de leyes, actos y sentencias en su desarrollo. Todas estas producciones son inferiores y determinadas, aunque parecen infinitas e ilimitadas: su validez se encuentra enclaustrada por las determinaciones establecidas en los enunciados del derecho constituyente de la ley básica.
En resumen, la Constitución es puro instrumento normativo que, con sus reglas primarias, secundarias y simples enunciados, lleva adelante procesos públicos que pretenden una ordenación comunitaria de la conducta humana, todo ello basado en un sistema de ideas que expresan la correspondiente cosmovisión mundana que poseen sus hacedores o creadores. El derecho de la Constitución instituye un instrumento mayor y supremo en aras de la paz, porque ella, una coexistencia ciudadana pacífica, “es potencialmente la base de todos los principios y procesos del Estado constitucional” (Häberle, 2021, p. 273).

Por “proceso público” se ha de entender una conjunción en fases sucesivas gobernadas por la forma inicial, la Constitución, porque todo en ella posee esa naturaleza: pública. La trinidad de regulaciones constitucionales debería abarcar, al menos, los siguientes procesos públicos propiamente decididos por la ley fundamental: su fuerza normativa; la génesis, el desarrollo y la dimensión de los derechos, bienes y deberes fundamentales; la configuración dividida y separada de los poderes constituidos y el control racional y efectivo de sus atribuciones; la reforma constitucional; la estructuración de la democracia; y los mecanismos para garantizar su supremacía estelar en el cielo del derecho del Estado.
Todos esos procesos se instituyen por la Constitución. Así, se convierten en instituciones que, creadas por la política constituyente, servirán para influir y decidir, en diferentes proporciones, en los ambientes y en la dimensión del Estado por ella fundados. En los procesos públicos instituidos por la Constitución descansan las posibilidades para el crecimiento, el desarrollo y la variación de la economía, el empleo, las finanzas, los negocios, las iniciativas públicas y privadas, los criterios enderezados al disfrute de los bienes sociales y comunes; en suma, el bienestar general de la ciudadanía. Sin procesos públicos institucionalizados racionalmente en la escritura fundamental, no hay comunidad
política ordenada. Vivir todos solidariamente bajo una Constitución escrita o existir bajo el imperio, tan bestial como irracional, del más fuerte
(21).

 

Creación y acatamiento del sistema de la Constitución.
Quid sobre la realización jurisdiccional y doctrinaria

 

El legislador constituyente, el gran arquitecto del Estado, discute, proyecta y sanciona la “biblia política” del Estado. En la lengua del poder fundador solo ha de existir un número finito de enunciados de derecho, porque la Constitución determinará las formas del orden jurídico y, hasta cierto punto, todo su contenido. El don de esas reglas finitas, integradas en las piezas del sistema de la Constitución, autorizará que puedan deducirse de ellas, como una especie de árbol de derivación, una combinación casi ilimitada de regulaciones sobre las conductas humanas, cuyo objetivo máximo es buscar la paz comunitaria y, una vez conseguida, mantenerla, y, una vez mantenida, desarrollarla con alcance duradero.

El texto de la Constitución se puede desarrollar solamente en dos contextos: el de su producción y el de su realización.
El derecho constituyente del Estado, su escritura fundamental, la suma regla del orden jurídico, sola y exclusivamente puede y debe ser producida por el órgano político con competencia de la más alta estirpe, en representación de la ciudadanía. Jamás la creación de la Constitución podría o debería encajarse en fuente jurisdiccional o semejante, porque se alteraría por completo la magna idea sobre la deliberación, discusión y generación racional y democrática del derecho. La norma de normas debe crearse en Congreso o Convenciones, cuyos miembros sean elegidos directamente por la ciudadanía que integra su pueblo.
Puesta la Constitución en el mundo, en el marco de una sociedad de individuos igualmente libres y que aspiran a ser considerados socialmente iguales, cuya representación ha sido ejercida con libertad y deliberación por la autoridad constituyente y su composición ha sido fruto de elecciones auténticas, inevitablemente, desde la comprensión jurídica, deberá sobrevenir su acatamiento. No importa si se trata de la fundación o del cambio en la fuente nativa, o si su normatividad proviene de fuente supraestatal (extranjera) por la vía de la conglobación que autorice una determinada apertura al derecho internacional de los derechos humanos.
Ese acatamiento demuestra el contexto de realización tanto por los ciudadanos como por servidores públicos encargados de los poderes constituidos del Estado. Juzgo que vale la pena discutir o discernir si existe o no una obligación de cumplir con el derecho constituyente del Estado. La escritura fundamental, en tanto hecha para la organización de la república y presupuesto sostenido de la orientación democrática, ha de poseer aspiraciones de obediencia comunitaria a la fuerza normativa de sus principios y reglas
(22).
Para que ello suceda, obviamente, será tarea del Estado realizar y agotar hasta el máximo de sus posibilidades concretas todos los esfuerzos representables para que la ciudadanía la conozca. La obediencia al derecho de la Constitución, sea en grado de expectativa o de fuerte aspiración, trasunta un deber político ineludible del ciudadano para coexistir en la comunidad que elige para cumplir su plan de vida en paz.
No obstante, producida la norma constitucional, no todo en el mundo jurídico será puro, listo y liso acatamiento. Para distinguir de la “mera aplicación” o el “simple acatamiento”, aquí me refiero, por un lado, a la “realización propia” o “interpretación judicial” de los jueces al dictar sentencias y, por otro, al “saber doctrinario” que desempeña la ciencia del  derecho constitucional, que podrá asumir la forma de teoría general o dogmática, con su tarea descriptiva o valorativa.

La realización del derecho constitucional, que, según el caso, se puede cumplir por el acatamiento, la interpretación judicial o el saber doctrinario, será siempre, pues, concreción o ejecución de derecho positivamente creado. Concretamente: este derecho lo produce el poder con específicas potestades constituyentes. En Argentina, la reforma es un proceso que se inicia en el Congreso y se desarrolla en una Convención convocada al efecto. En Brasil, en cambio, la enmienda constitucional es un proceso legislativo que solamente se podrá cumplir en el Congreso nacional.
Desde el punto de vista teórico, adquiere la máxima entidad la distinción entre creación del derecho –fundación o cambio– e interpretación del derecho. La intuición de que la interpretación judicial tiene sesgos de creación –fundación o reforma– es una conjetura profundamente errada que implica postular que un pequeño fragmento del poder es superior a su todo. La totalidad es una colección de tareas sobre una ley fundamental; un estado de cosas es producir derecho –por ejemplo, con una reforma–, y otro muy distinto, interpretarlo en el ámbito ceñido por cuestión jurisdiccional objeto de controversia.
Bajo ningún supuesto, la realización de la ley fundamental debería constituir el derecho constituyente del Estado, salvo que se pretenda alterar o deformar esta anatomía básica.
El juez, un intérprete del derecho, debe asignar un significado a la regla constituyente, nunca crearla ni reformarla; así, el creacionismo, activismo o interpretativismo conduce a un gobierno de los jueces o una dictadura judicial reñidos por completo con la democracia constitucional.
Nótese que toda norma tiene un ámbito semántico, cuya certeza no es ni será aritmética. Hay un ejemplo muy didáctico. Colocada la norma en el mundo, se la puede comparar con un barco. Así, necesitará de prácticos para llevar una ruta marcada por expertos en puerto, y, luego, en mar libre, dependerá para seguir el rumbo propio asignado por la autoridad constituyente de las tareas idóneas del capitán y de la tripulación de la embarcación (Radbruch, 1944). ¡No cualquier rumbo! Cualquier rumbo significará el naufragio, con el extravío de la semántica propuesta por la Constitución y la negación de su naturaleza prescriptiva.


Destinatarios del sistema constituyente


La Constitución del Estado, con la totalidad de sus patrones para la conducta humana, debe elegir con precisión el ámbito de los destinatarios. En esa elección, por cierto, todas sus regulaciones institucionalizadas deben dirigirse, en principio, a todos los ciudadanos, entendida ampliamente la noción de “ciudadanía” como abarcadora de las personas que deben acatar un determinado orden estatal, con inclusión del servidor público. Este último también es un ciudadano que, como funcionario, cumple determinadas tareas estatales de modo temporario.

Es evidente que no existe un mundo exclusivo para las normas constitucionales. Estas, con sus idealidades, deben existir en la realidad de este mundo; caso contrario, serían ignoradas o desconocidas por la ciudadanía. Por lo tanto, deben ser dirigidas sobre la conducta de todas aquellas personas que integran la comunidad estatal, en el espacio en que se ejerce su soberanía y en delimitado ámbito temporal. En ese sentido, en principio, con su altísimo elevado carácter de abstracción, deberían encontrarse dirigidas a todas las personas, porque todas ellas son destinatarias de todas las normas (Kaufmann, 2020).
Los realizadores de la Constitución, por regla apodados “servidores públicos”, dado que sus tareas son pagadas inevitablemente con el Tesoro del Estado, deben computar siempre que la lengua de ella no comprenderá jamás caminos infinitos para evitar la tentación habitual del abuso o el desvío del poder autorizado. La finitud de la lengua constituyente del Estado acaba cuando el servidor público, solo o arropado de su propia y vacilante voluntad o irracionalidad, corrompe los límites de la ley fundamental. Así, el instrumento finito por naturaleza se convertirá escandalosamente en la piedra infinita de un despotismo judicial, congresual o ejecutivo, que, según el caso, ejercerá el poder sin autorización del derecho.
Tristemente, las Constituciones pueden asumir un “doble rostro” (Merkl, 1993), una forma experimental que en la práctica puede atravesar todo fragmento de un orden jurídico en su realización. Las reglas de la escritura fundamental, su propia validez, en muchas ocasiones han sido –o pueden ser– aplastadas por leyes, reglamentos, hechos, actos o sentencias emanados de autoridades constituidas. Esos actos brutales quizás sean juzgados como regulares por la autoridad que los emite, motivo por el cual resulten para ella una forma del derecho incuestionable. Sin embargo, desde la comprensión de un lector objetivo –en especial, el saber doctrinario–, ese mismo derecho es manifiestamente inconstitucional y, por ende, irracional. Esa ausencia de verdadera razón demuestra que no serían actos o hechos legales compatibles con la ley fundamental, sino “monstruos” (Vico, 2009, p. 56) jurídicos insanables, dado que el mal desempeño en la interpretación constitucional es la fuente más significativa del “no derecho” y la desobediencia de la Constitución la desarrollan fatalmente, por vía regia, los servidores públicos elegidos y designados para cumplirla y obedecerla.
En una sociedad abierta, el sistema de la Constitución debería ser el resultado de la tarea mancomunada de toda la ciudadanía, jamás aquello que un presidente o un juez sospechen que debería ser con arreglo a sus voluntades o intuiciones. La ley fundamental debe ser derecho de la ciudadanía para desarrollar un constitucionalismo ciudadano y democrático. Repito: la lengua constituyente del Estado es una lengua para todos los ciudadanos, género en el que deberían quedar abarcados, aunque muchos no puedan comprenderlo o aceptarlo, los propios funcionarios públicos.

 

Inventario de la declaración teórica y su argumentación


El orden constituyente del Estado debe ser un orden emanado de la razón. Aquí sigo el axioma de Gottfried Leibniz: «Nihil est in intellectu quod non fuerit in sensu; excipe, nisi ipse intellectus» (23). El derecho, y en particular el derecho de la Constitución, es una invención contingente que responde a determinadas propiedades temporales y espaciales; no hay eternidad ni perpetuidad en sus ordenaciones fundacionales. Ese derecho de la Constitución debe ser una de las creaciones más elevadas e insignes, el resultado de la razón humana. La fuente de la autoridad de la ley fundamental del Estado debe ser, principalmente, la razón, con ayuda de la experiencia, nunca al revés.

Si esa autoridad voluntaria del Estado pugnase duramente con la razón, no sería una ley fundamental sino una monstruosidad jurídica. La Constitución del Estado, el orden fundamental libre, democrático, positivo, escrito y normado de una comunidad, debería ser el resultado de un ejercicio de la razón para todos los estados de cosas que, con pretensiones de anticipación, previsibilidad y calculabilidad, se decida instaurar en un tiempo y un espacio determinados. El triunfo de la razón humana ha de ser la victoria de quienes razonan, antes bien que asumir cualquier experiencia acaecida o movilizada por un experimento único y yacente en una voluntad autoritaria. Es mi tesis racional más pura y honesta, con auxilio de la experiencia.
La lectura de la declaración teórica muestra que el sistema se integra con “piezas”. Asimismo, la Constitución, con el juego de cada una de las piezas de su sistema, debe ser el plan maestro que ordene todos los procesos públicos que, con su asegurada y suprema capitalidad, deberían observarse en toda producción y realización jurídica en el Estado democrático y de derecho.
Más arriba señalé que la concepción sobre el derecho determinará claramente la ideación que se construya sobre la Constitución; ahora se puede dar otro paso. La idea que se posea sobre sus procesos públicos será también una determinación consecuente sobre las posibilidades de duración y desarrollo que se adviertan en la escritura fundamental del Estado. La concepción del derecho implica la idea de Constitución (Revenga Sánchez, 2019-2020). La idea y desarrollo de la escritura fundamental brindará y determinará las posibilidades de la democracia en la comunidad de ciudadanos igualmente libres.

 

III – COMENTARIOS FINALES


Paz y Constitución


La paz es el fin mínimo del orden jurídico determinado por una ley fundamental (24). Ella es la condición necesaria e indisponible para cualquier otro fin: libertad, igualdad o fraternidad. La ley fundamental debería instituir una procura de ordenación de la paz relativa
de una comunidad. Sin embargo, la regulación consistente o perpetua de la paz ha de ser imposible o muy compleja en una sociedad con marcados índices y niveles de vulnerabilidad, exclusión, sometimiento y pobreza.
El Estado constitucional es el único instrumento que puede disponer de la razón pública y la experiencia humana –por intermedio de sus servidores públicos y ciudadanos– para procurar una determinada pacificación relativa en su comunidad ciudadana. Una paz “relativa”, para una comunidad determinada, expresión de su soberanía política y de la autodeterminación ciudadana. También “relativa” porque en el Estado constitucional no desaparece la fuerza. Precisamente, se espera que la ley fundamental instituya su primacía y regla de reconocimiento inalterable para legitimar la administración racional de la fuerza que debe concentrar y monopolizar en el Estado.
La paz, en el contexto descrito, es el estado de cosas en el que, por convicción y determinación, en un Estado constituido por una ley fundamental no se hace uso de una violencia sin regulación centralizada y monopolizada. Se trata de una fuerza legitimada en la determinación regulatoria de la ley fundamental, cuya utilización será por medio de autoridades que ejercerán su servicio con arreglo a cánones comiciales o designaciones instituidas, también, en la regla altísima y por ella.

 

El presente de la ley fundamental


Más arriba afirmé que la adopción de una escritura fundamental es un temperamento jurídico y político extendido en todo el planeta Tierra. Ahora aumento esa conjetura. ¿Quedan, en el tiempo presente, espacios territoriales en este mundo sin una Constitución que instituya la pretensión de validez sobre personas y estados de cosas?

Prefiero no imaginar el reemplazo de la Constitución escrita y documentada –una de las máximas expresiones de la racionalidad humana para cobijar la experiencia del coexistir ciudadano– por algoritmos o cualquier tipo, clase o conjunto de reglas emanados de la inteligencia artificial (25). La fuente de toda la autoridad de esa “máquina” del tiempo que es la Constitución, su “inteligencia” natural –social, cultural, política–, reside en las soberanías individuales de cada uno de los ciudadanos y la correspondiente agregación de sus elecciones personales.
No se puede descartar que algún día del futuro de la humanidad esa autoridad política comunitaria sea transferida y ejercida por cualquier forma de inteligencia artificial –semejante o superior–, y que ella tome decisiones o aconseje su adopción –total o parcialmente– por nosotros mismos. Esta hipótesis no es lejana y no está exenta de inquietud, en tanto pareciera que el uso de este tipo de instrumentos no conduce a la humanidad a un destino pleno de paz social e igualdad
(26). En una suerte de elogio de la inteligencia humana y su conciencia, postulo que la fuente de la autoridad debe quedar constituida para siempre, bajo algún modelo imperfecto de eternidad, en el poder que aquella es apta para producir, sustentar y cambiar en cada comunidad. Lo mismo vale, por supuesto, para la totalidad del proceso de reforma y su control racional.

Con el sistema de la Constitución y sus procesos públicos se puede procurar una paz relativa, no absoluta, ya que se priva al individuo o al grupo de individuos del empleo de la violencia sin regulación. Para ello se diseñan órganos y se les atribuyen competencias, específicas y delineadas, para ordenar la vida en la comunidad estatal. En tal sentido, la paz se puede definir como la “inexistencia” de una relación de conflicto caracterizada por el ejercicio de una violencia duradera y organizada.
Los seres humanos intentan constituir, en general por la vía de una Constitución, los fundamentos para el gobierno del tiempo y del espacio. Ese sistema contendrá, también, los lineamientos para su propio cambio, porque la vida humana que se pretende gobernar se encuentra azarosamente librada a la indeterminación y el único camino para transitarla con alguna posibilidad de cobertura mínima y racional se entronca con la determinación de la reforma. Por lo tanto, la idea sobre la ley suprema se encuentra definitivamente conectada y librada con las alternativas para su variación protocolizada. Aceptar el cambio significa admitir que las instituciones estatales pueden variar en el tiempo y en el espacio. Por ejemplo, aquello que en el pasado no era objeto de fomento o cuidado constituyente, en un nuevo presente quizá pueda convertirse en una imperiosa necesidad con una novísima regulación normativa en el marco de una reforma.
Para eso bastaría pensar en la reglamentación constituyente y definitiva de un aseguramiento racional para una alimentación básica de todas las personas; o la apertura y garantía para el acceso sin obstáculos de todos los seres humanos a las redes de internet; en ambos supuestos: significativos bienes fundamentales sociales. También debería celebrarse una regulación sobre determinados elementos de la naturaleza sustraídos al mercado y su declaración como bienes fundamentales comunes de la humanidad –agua, aire, bosques, glaciares, espacio aéreo– (Ferrajoli, 2023). Para completar esa hechura declarativa, las constituciones serían bienes fundamentales de naturaleza “colec
tiva” (Bidart Campos, 2004), en virtud de que su anclaje para la coexistencia humana resulta indiscutible, y por ello deben ser garantidas responsablemente para y por toda la ciudadanía.

Muchas veces hay ilusiones constitucionalistas (Bobbio, 1998) consistentes en que los gravísimos problemas que acucian y angustian el bienestar de la ciudadanía se resolverían con reglas jurídicas de una ley fundamental o una propuesta acerca de su cambio reglado. Nada más alejado de la realidad. Las reglas constitucionales, incluso sus variaciones, son importantísimas y necesarias, aunque no dan solución por sí mismas a los problemas estructurales o coyunturales sobre el grado de justicia social y distribución de la riqueza y el poder en una comunidad.
Apartarse y violar la Constitución también puede comportar la existencia de un “doble rostro” en el derecho del Estado, tal como se describió más arriba. Sin embargo, fuera de esas conjeturas –construcción/desarrollo y transgresión–, se puede alinear una nueva hipótesis, la “destrucción” de la Constitución del Estado. No hay democracia constitucional sin demócratas constitucionales. Así, pues, toda persona que por vía de una “habilitación” o autorización flotante fuera del orden estatal intente la “destrucción” de la Constitución deberá ser reputada como destructora del elemento por antonomasia para dotar de juridicidad al Estado. Ese autor o esos autores, con independencia y abstracción de las responsabilidades criminales que existiesen, incurrirían en el abuso y la traición más abyectos: la demolición de la muralla que ofrece la ley suprema para la autorrepresentación y el gobierno de la comunidad de individuos. Toda persona que intenta la destrucción del Estado, al mismo tiempo, demuele su Constitución, porque, como se advierte, el Estado se justifica y arraiga en una ley fundamental. Aunque es un ente artificial, somos nosotros mismos: los ciudadanos. La detonación de uno de sus elementos, la Constitución,
solamente puede traer consigo la anarquía, la pérdida de la Constitución y de la paz relativa que ella promete como beneficio universal para la coexistencia de todos los seres humanos en libertad. Quien atenta o destruye el Estado, atenta o destruye la Constitución.
La Constitución, con la unidad de todas sus piezas que anudan los procesos públicos, incluida la posibilidad de cambiarla, es la escritura fundamental. Ella es una fuente normativa y canonizada para dar cauce a un modelo de democracia para una ciudadanía que aspira a la paz. Jamás debiera concebirse como un borrador soñado o un texto para consuelo. Ella debe ser el gran libro del derecho estatal, cuyas escrituras deben ser leídas, comprendidas y actuadas por la comunidad de ciudadanos que han decidido su autodeterminación en democracia y, así, afianzar su existencia y, responsablemente, incluso favorecer el desarrollo de las generaciones del porvenir.

                        

                                        

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2. Una versión de este trabajo se publicó en la Revista Jurídica, 21 (1), 2023, pp. 21-67 de la Universidad de Palermo, bajo el título “Constitución y reforma”. Una nueva reflexión sobre esa escritura matriz que conlleva un mayor protagonismo de la Constitución en la regencia de los “procesos públicos” fue publicada, con el mismo título, en el libro Escritos sobre la forma inicial del Estado, Ediar, 2025, pp. 38-98, “Primero”. Esta novísima versión, que ahora y aquí se publica, mantiene el despliegue ampliado sobre los “procesos públicos” antecitada; sin embargo, puede considerarse única y original en la inteligencia de que solo se tiene por objeto a la “Constitución” como “lengua de la razón” y se excluye del ámbito de la disertación el proceso de su cambio. La soberanía de la Constitución en las dimensiones propias del texto es total.

3. Empleo “escritura fundamental” como sinónimo de “Constitución”, así como también “regla altísima”, “ley suprema”, “ley fundamental” y “ley básica”.
4. Probablemente, una primera aproximación en la doctrina sobre la justicia social haya sido puntualizada por Taparelli (1866). Desde la comprensión normativa, resulta indispensable mencionar la regla contenida en el artículo 193 de la Constitución de la República Federativa de Brasil: “A ordem social tem como base o primado do trabalho, e como objetivo o bem-estar e a ‘justiça sociais’”. Tal como expreso más adelante, hay ocasiones en las que la fuerza normativa que emana de una regla constituyente, radicada en su pureza y claridad, es susceptible de poseer por derecho propio una calidad eminente muy difícil de superar por la doctrina o la teoría. Así, el objetivo de la justicia social, de acuerdo con la normatividad brasileña inalterada desde 1988, resulta una de las reglas señeras del constitucionalismo en América del Sur.
5. Para Ferdinand de Saussure (2004), el lenguaje es un fenómeno, un ejercicio de una facultad que está en el hombre. La lengua, por su parte, es el conjunto de formas concordantes que toma este fenómeno en una colectividad de individuos y en una época determinada. Asimismo, al utilizar en este escrito el término “lengua”, siguiendo la tesis de Diego Valadés (2005), el lector podrá rápidamente apreciar que me refiero a la “lengua de la Constitución” del tipo de Estado democrático integrado por ciudadanos iguales en su libertad, que promueven y sostienen una paz comunitaria duradera.
6. Hans Kelsen (1941) expresó que solo un orden jurídico podría asegurar la paz social con una relativa base de permanencia a sus ciudadanos.

7. Dicha ideación fue expuesta originalmente por Benito Aláez Corral en su disertación “Reforma constitucional y concepto de Constitución”, webinario organizado por la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires y la Universidad de Oviedo, el 13 de abril de 2021. Disponible en: www.youtube.com/watch?v=ow5RgHgcmrA.

8. Peter Häberle planteó en 1974 que la teoría constitucional debe mostrar dónde y cómo los intereses racionales se hallan incorporados en las instituciones constitucionales. Concretamente, qué “razón constitucional” está institucionalizada y dónde está incluida la posibilidad de desarrollar una razón opuesta sobre todo el proceso de gobierno de una comunidad (Häberle, 2003).
9. Todos los textos constitucionales son leyes en el tiempo que establecen y fomentan un determinado estado de cosas. La ley fundamental de la Argentina posee precisamente en la dimensión de su “temporalidad”, acaso “eterna”, uno de sus rasgos más detallados. Así, la bibliografía sobre su desarrollo resulta enorme. Señalo de manera indiciaria las siguientes fuentes: Bidart Campos, G. J. (1996), Manual de Derecho constitucional argentino, Ediar; Ravignani, E. (1939), Asambleas constituyentes argentinas, Peuser; Sampay, A. E. (1975), Las Constituciones de la Argentina 1810,1972, Eudeba; González, J. V. (1897), Manual de la Constitución argentina, Ángel Estrada; Ekmekdjian, M. Á. (1993,1999), Tratado de Derecho Constitucional: Constitución de la Nación Argentina, comentada y anotada con legislación, jurisprudencia y doctrina, Depalma; Centro de Estudios Constitucionales y Políticos (1995), Obra de la Convención Nacional Constituyente 1994, La Ley.

10. Sobre la Constitución brasilera de 1988, resulta literatura fundamental Comentários à Constituição do Brasil (3 ed. revisada y actualizada), publicada en el invierno de 2023 en una coedición de la Editorial Saraiva, Almedina y el Instituto Brasileiro de Ensino, Desenvolvimento e Pesquisa (IDP). En su texto se aborda la descripción y la evaluación de todas las piezas de la ley fundamental brasileña. Una contribución de más de 150 autores que abarca más de 2.600 páginas.
Allí se pueden encontrar, también, las referencias bibliográficas y jurisprudenciales sobre 35 años de desarrollo constitucional. Una obra notable que cuenta con la coordinación científica de G. Ferreira Mendes, I. Wolfgang Sarlet, L.Streck y J. J. Gomes Canotilho.
11. Sobre anticonstitucionalismo y constitucionalismo, véase: Rosatti (2010).

12. Bernd Marquardt (2022) señala que el “matrimonio” entre las ideas de Estado y Constitución, en sentido moderno, ocurrió, en el plano de la doctrina, con la publicación del libro de Johann J. Moser Compendium Juris Publici Moderni Regni Germanici. Oder Grundriß der heutigen Staats-Verfassung des Teutschen Reichs (1731) (pp. 13-14).

13. La Argentina, a partir de la enmienda constitucional de 1994, adoptó el paradigma de equivalencia para unas fuentes decididas y determinadas en el artículo 75 inc. 22, tratados y concordatos que, “en las condiciones de su vigencia, tienen jerarquía constitucional, no derogan artículo alguno de la primera parte de esta Constitución y deben entenderse complementarios de los derechos y garantías por ella reconocidos. Solo podrán ser denunciados, en su caso, por el Poder Ejecutivo nacional, previa aprobación de las dos terceras partes de la totalidad de los miembros de cada Cámara. Los demás tratados y convenciones sobre derechos humanos, luego de ser aprobados por el Congreso, requerirán del voto de las dos terceras partes de la totalidad de los miembros de cada Cámara para gozar de la jerarquía constitucional”. El derecho internacional de los derechos humanos ordenado en ese artículo no forma parte de la Constitución; tiene equivalente jerarquía en las condiciones allí prescritas. Por dicha razón, hay reglas de raíz y jerarquía constituyente y reglas de jerarquía constitucional; un juego de reglas que constituye una conglobación y da lugar a un verdadero sistema de la ley fundamental. Asimismo, el compromiso constituyente establecido en el artículo 75 inc. 22 determina la existencia de un interesante margen de apreciación para la autoridad estatal. Cabe destacar que desde el 22 de agosto de 1994 hasta el 21 de septiembre de 2023 el Congreso federal otorgó, además, jerarquía constitucional, en los
términos del artículo citado, a otros cuatro instrumentos del derecho internacional de los derechos humanos: la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas (OEA), la Convención sobre la Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y de los Crímenes de Lesa Humanidad (ONU), la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (ONU) y la Convención Interamericana sobre la Protección de los Derechos Humanos de las Personas Mayores (OEA).
14. El brasileño es un modelo diferente de conexión con el derecho internacional de los derechos humanos. En la Constitución de 1988 se dispuso, originariamente, en el artículo 5.LXXVII, párr. 2: “Los derechos y garantías expresados en esta Constitución no excluyen otros derivados del régimen y de los principios por ella adoptados, o de los tratados internacionales en que la República Federativa de Brasil sea parte”. Posteriormente, en 2004, por intermedio de la Enmienda constitucional 45, se introdujo el siguiente texto como artículo 5.LXXVIIII, párr. 3: “Los tratados y convenciones internacionales sobre derechos humanos que fuesen aprobados en cada Cámara del Congreso Nacional, en dos turnos, por las tres quintas partes de los votos de los respectivos miembros, serán equivalentes a las enmiendas constitucionales”. Así, el Congreso federal de Brasil, desde 2004, ha dictado varios “actos internacionales equivalentes a enmienda constitucional”. De este modo, han ingresado a dicho mecanismo de equivalencia: la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad de la ONU y su protocolo facultativo (2008), el Tratado de Marrakech para facilitar el acceso a las obras publicadas a las personas ciegas, con discapacidad visual o con otras dificultades para acceder a textos impresos, celebrado en el ámbito de la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (2015), y la Convención Interamericana contra el Racismo, la Discriminación Racial y Formas Conexas de Intolerancia (2021).

15. Sobre la supremacía normativa de la Constitución, el texto jurídico con mayor antigüedad y aún en vigor reside en la determinación establecida en el artículo VI, sección 2, de la Constitución de Estados Unidos de 1787.
16. Según el Diccionario de la Real Academia Española, del latín summus.

17. Valadés entiende que un sistema normativo debe contar con una base identificable, razonable, inteligible, válida y positiva, a la que se suele apodar “norma fundamental”. Esa norma básica es la Constitución, cuya fuente de validez está en la voluntad soberana de la comunidad de ciudadanos que la adopta, y a su vez esa voluntad resulta del pacto representado por la decisión de vivir asociados. En suma, una “decisión racional colectiva”.
18. Para Hart (1992), la combinación de las reglas primarias de obligación con las reglas secundarias –reconocimiento, cambio y adjudicación– es apta para poner en evidencia la médula de un sistema jurídico estatal, pero no el todo. La regla de reconocimiento –secundaria– ocupa un papel protagónico en su teoría jurídica; es la que sirve para identificar qué normas formarían parte o no del sistema jurídico estatal.

19. Véase Ferreira Mendes, G. (2022), Limitações dos direitos fundamentais, en P. G. Gonet Branco y G. Ferreira Mendes, Curso de Direito constitucional, Saraiva e IDP.

20. Véase Von Humboldt, W. (1988), On language: the diversity of human language-structure and its influence on the mental development of mankind, Cambridge University Press.

21. Para Häberle (2013), la interpretación de la Constitución como proceso público significa, en parte, “programa” y, en parte, también “realidad” y “actualidad” de los realizadores de toda sociedad abierta, con independencia del hecho de que dispongan o no de jurisdicción constitucional. Las ideas de los maestros como Häberle muestran una senda y, al mismo tiempo, autorizan un desarrollo, acaso, en la búsqueda de una bifurcación que acreciente sus potencialidades.
Desde esa comprensión del proceso público instituido por la Constitución como “programa”, sus regulaciones deberían abarcar, al menos, los procesos públicos propiamente indicados en el cuerpo principal.

22. Juan Carlos Cassagne (2023) sostiene que los “principios son universales” y guardan estrecha relación con la ley natural. Cita como ejemplos la defensa de la vida, la dignidad de la persona, la justicia, la libertad interior y exterior, la buena fe, la razonabilidad, la tutela judicial efectiva (pp. 41-42).

 23. Leibniz, Gottfried. Nouveaux Essais sur l´entendement humain. Paris, Flammarion, circa 1921. (”Nada hay en el intelecto que no haya estado en los sentidos; excepto, el mismo intelecto”).
24. En 1872, Rudolf von Ihering lo estableció en forma determinante: “La paz es el término del derecho, la lucha es el medio para alcanzarlo” (1921, p. 2). Eugenio Raúl Zaffaroni (2017) ha dicho: “El derecho siempre es lucha y es político y, si bien la paz no se gana con guerras, no es menos cierto que se gana con luchas, que no tienen por qué ser violentas, sino también jurídicas, como la denuncia, pues nuestra herramienta es el discurso, al que todas las dictaduras temen y por eso la reprimen” (p. 40).
25. Sobre los avatares que plantea la era digital, con particular inclinación a la situación en Europa, véanse las contri buciones de Balaguer Callejón (2023) y Presno Linera (2023).

26. El escritor Marc-Uwe Kling (2017) ha imaginado una “comunidad” muy especial: QualityLand. Un país optimizado y gobernado por la inteligencia artificial. El lema comunitario es que las máquinas no cometen errores. En el “futuro”, to dos los problemas serán resueltos por la tecnología. Incluso, un androide, John of Us, ha sido creado para gobernar. Esta ideación, que supera otras ficciones del siglo XX, deja entrever que la humanidad se abandonaría a una invención que la superara en sus fuerzas y habilidades.

                                


                                

                                                        

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