DOCTRINA


EL PROCESO PENAL JUVENIL Y LA TUTELA

DE LOS INTERESES VICTIMIZADOS.

HACIA UN EQUILIBRIO NECESARIO EN CLAVE COMPOSICIONAL

THE JUVENILE CRIMINAL PROCESS AND THE PROTECTION OF VICTIMIZED INTERESTS. TOWARD A NECESSARY BALANCE IN A COMPOSITIONAL FRAMEWORK

Por Juan Ignacio Gianibelli[1]

Consejo de la Magistratura de la provincia de Buenos Aires, Argentina

No debería suponerse un “nosotros” cuando el tema es la mirada al dolor de los demás.

Susan Sontag, Ante el dolor de los demás 

Resumen: En este breve ensayo propongo problematizar algunos institutos relevantes del proceso penal juvenil. Se ensayarán algunas ideas en torno a la construcción de un equilibrio razonable entre las garantías que protegen al joven infractor y la tutela efectiva de los intereses victimizados. Todo ello, teniendo como horizonte el modelo del proceso penal composicional desde una perspectiva orientada a una forma de resolución del conflicto penal que sea situada, conforme las particularidades del caso concreto, garantizando la protección de derechos y la limitación de la violencia estatal.

Palabras clave: proceso penal juvenil, justicia restaurativa, tutela de los intereses victimizados, proceso composicional

Abstract: In this brief essay, I propose to critically examine certain key institutions within the juvenile criminal process. Some ideas will be explored regarding the construction of a reasonable balance between the guarantees that protect the young offender and the effective safeguarding of victims’ interests. All of this is framed within the horizon of a compositional criminal process model, approached from a perspective oriented toward a context-sensitive resolution of criminal conflict–one that responds to the particularities of each specific case, while ensuring the protection of rights and the limitation of state violence.

Keywords: juvenile criminal process, restorative justice, victims’ protection, procedural guarantees

I - EL INTERÉS SUPERIOR DE NIÑOS, NIÑAS Y ADOLESCENTES

El interés superior del niño, niña y adolescente se erige como un principio rector transversal que orienta la interpretación, aplicación y diseño de normas, políticas públicas y decisiones judiciales que involucren a personas menores de dieciocho años. Su aplicación implica priorizar los derechos de estos sujetos frente a intereses estatales o sociales contrapuestos, considerar individualmente su situación personal, familiar y social, adoptar medidas que promuevan su desarrollo integral y garantizar su participación activa en los procesos que los afecten.

En Argentina, tras la reforma del sistema tutelar[2] y la incorporación de obligaciones de jerarquía constitucional y convencional (art. 75 inc. 22 de la Constitución nacional)[3], se debe afirmar –con intenciones provocativas– que nos encontramos ante un sistema mixto o transicional en el que conviven elementos garantistas con prácticas de fuerte raigambre tutelar.[4] 

Esta tensión se expresa en la constante disputa entre el respeto irrestricto de las garantías procesales de los adolescentes y las intervenciones de corte paternalista que persisten en la práctica de numerosos operadores jurídicos, mediante la invocación abstracta[5] del “interés superior del niño, niña y adolescente”. El resultado que encontramos es una ambigüedad discursiva que sirve de sustento a prácticas tutelares encubiertas y que, en definitiva, perpetúan lógicas asistencialistas o de control (Llobet, 2015).

Las prácticas tutelares presentadas bajo la apariencia de “garantías procesales” tienen como consecuencia una focalización exclusiva en niños, niñas y adolescentes y evidencian una preocupante tendencia a invisibilizar los intereses de las víctimas, relegándolas a un rol pasivo, formal o meramente instrumental en el proceso penal.

Esta lógica privilegia una protección abstracta del infractor juvenil sin abordar de forma integral el conflicto penal, su complejidad, la dimensión relacional del daño, ni permitir una escucha adecuada de quienes han sido afectados por el hecho ilícito. Ahora bien, la responsabilización no es o no debería entenderse como una lógica punitiva tradicional, sino como el reconocimiento del otro como sujeto dañado, la asunción de las consecuencias del propio obrar y la construcción de espacios donde el conflicto pueda ser tramitado con todas las voces involucradas, a través de vías respetuosas de la dignidad, la autonomía progresiva y el derecho a ser oído.[6]

Un sistema penal juvenil que excluye a la víctima no solo la margina del proceso sustancial, sino que también le niega el derecho a ser oída, y fundamentalmente limita la posibilidad de que el adolescente comprenda el alcance de su conducta y asuma responsabilidad de forma digna. Esta omisión constituye una falla estructural que obstaculiza el tránsito hacia modelos composicionales del proceso penal juvenil orientados a la reparación.

Una perspectiva garantista y transformadora debe asumir el desafío de articular el interés superior del niño, niña y adolescente con la tutela efectiva de los intereses victimizados.

Entonces, ¿cuáles son las condiciones necesarias para que el sistema penal juvenil transite hacia una lógica composicional, restaurativa y no violenta, no solo en términos legislativos o doctrinarios, sino también en las prácticas cotidianas de jueces, fiscales, defensores y equipos técnicos? ¿Qué transformaciones institucionales, formativas y culturales se requieren para desarticular las prácticas tutelares y construir un proceso penal juvenil dialógico, responsabilizante y respetuoso de los derechos de todos los sujetos involucrados?

II - EL MINISTERIO PÚBLICO FISCAL Y LA REPRESENTACIÓN DE LOS INTERESES DE LA SOCIEDAD

El Ministerio Público Fiscal ha sido concebido, en el marco del proceso penal de tipo acusatorio, como el órgano encargado de ejercer la acción penal pública.[7] Sin embargo, entiendo que su legitimidad institucional no se agota en ese mandato legal. En una democracia constitucional, tiene la responsabilidad de representar de manera prudente y crítica los intereses de la sociedad en su conjunto, actuando conforme a los principios de legalidad, objetividad, racionalidad democrática y, en particular, el principio de oportunidad.

En el proceso penal juvenil, desempeña un rol central como promotor de la acción penal y también como garante de los derechos humanos de niños, niñas y adolescentes en infracción de la ley penal. Esta función debe ejercerse de acuerdo con el principio de especialidad que rige el sistema penal juvenil, lo que implica adoptar un enfoque diferenciado, no punitivo y orientado a la reintegración social, conforme a los estándares internacionales vigentes.

Es necesario que la intervención del fiscal no replique el modelo inquisitivo ni la lógica adultocéntrica en el sistema penal juvenil. Se espera, en cambio, una actuación garantista que evite el uso sistemático de las medidas de seguridad o la prisión preventiva y priorice alternativas al encierro, como la derivación a mecanismos restaurativos.

En este marco, la aplicación del principio de oportunidad –aunque limitada y regulada por el artículo 56 del Código Procesal Penal de la provincia de Buenos Aires–faculta al fiscal para abstenerse de impulsar la acción penal o proponer soluciones alternativas cuando el conflicto no requiere una respuesta punitiva tradicional, cuando los costos institucionales del proceso resultan desproporcionados en relación con el conflicto y con la pena esperable, siempre en consideración con la reparación de la víctima.

El Ministerio Público Fiscal tiene la posibilidad de promover la conciliación, la reparación del daño o incluso el archivo de causas cuando la conflictividad no justifica la prosecución penal. Sin embargo, esta facultad se enfrenta a múltiples obstáculos. Uno de los principales desafíos radica en que el Ministerio Público Fiscal ha sido históricamente estructurado y formado bajo una lógica adversarial, punitivista y centrada en el castigo.

Esto se traduce en la reproducción de prácticas adultocéntricas, en el uso desproporcionado de medidas de seguridad o del juicio abreviado, como también en la escasa capacitación en mecanismos alternativos de resolución de conflictos, una baja articulación con dispositivos comunitarios y una marcada reticencia institucional a derivar casos hacia mediaciones u otras soluciones restaurativas.

En ciertos contextos, esta dinámica genera efectos negativos, como la revictimización institucional, la estigmatización de los y las adolescentes y la reproducción de violencias estructurales.

De acuerdo con lo desarrollado hasta aquí, el Ministerio Público Fiscal necesita asumir una función compleja, equilibrada y humanizante en el proceso penal juvenil. En consecuencia, ¿existen mecanismos alternativos –restaurativos, de mediación, comunitarios– que podrían abordar este conflicto de modo más humano?

El Ministerio Público Fiscal debe desarrollar una lectura compleja del interés público, que no siempre coincide con la pena más alta –ni los reclamos de ella– ni con el encarcelamiento inmediato.

Una fiscalía orientada exclusivamente a la persecución penal corre el riesgo de actuar por inercia institucional, sin considerar el contexto del caso, las consecuencias de su intervención ni las verdaderas necesidades de las personas involucradas. ¿Estoy acusando porque hay un interés público real o por inercia institucional?

Frente a ello, se hace necesario el fortalecimiento de una ética del conflicto en la cual el fiscal asuma su rol como gestor responsable de la conflictividad social situada, capaz de seleccionar, derivar, priorizar y actuar con enfoque de derechos, justicia social y restauración. ¿Qué responsabilidades ético-políticas asume el Ministerio Público Fiscal cuando decide avanzar con una acusación contra un adolescente, sabiendo que esa decisión puede reforzar procesos de exclusión social y reproducir desigualdades estructurales?

III - LA JUSTICIA RESTAURATIVA EN EL PROCESO PENAL JUVENIL

Podemos pensar, en palabras de Kemelmajer de Carlucci (2006), que la justicia restaurativa “se resume en la tres R”: la reparación del daño causado, la responsabilidad del ofensor y la reintegración de todas las partes afectadas a la comunidad. Por su parte, Zehr (2006) sostiene que “es un enfoque que considera necesidades y roles”. Con lo cual puede afirmarse que se trata de una forma de responder al delito, o a otros tipos de delitos, injusticias o conflictos, centrándose, principalmente en reparar el daño causado por la acción ilícita y recomponer, en la medida de lo posible, el bienestar de todos los involucrados. Por consiguiente, refleja una teoría más relacional, porque intenta restablecer el respeto, la igualdad y la dignidad a las relaciones afectadas por la mala acción.[8]

A diferencia del modelo tradicional, centrado en el castigo del infractor, este paradigma propone un cambio profundo en la forma de abordar los conflictos penales, poniendo el foco en las necesidades de la víctima, la responsabilidad asumida por el infractor y la reparación del daño, en el marco de un proceso participativo, voluntario y transformador, sin negar la gravedad del hecho ni la responsabilidad penal. Frente a ello, pretende que “la justicia” deje de ser una respuesta estatal vertical orientada al castigo y sea más bien un modelo dialógico y comunitario, que devuelva la agencia a las personas directamente afectadas por el conflicto, intentando reparar o fortalecer la cohesión social.[9]

Este enfoque no puede implementarse de manera aislada, ni como una salida de emergencia ante el colapso del sistema tradicional. Requiere decisión política, planificación estratégica, equipos interdisciplinarios, articulación interinstitucional[10] y sostenibilidad estatal.[11]

Este modo de resolución no reemplaza el proceso penal ni debe suspender garantías ni legalidad. Por antonomasia tiene que ser voluntario, sin coacción ni condicionamientos encubiertos, ofrecer sustancialmente la información garantizando la comprensión de las consecuencias, contar con asistencia jurídica y psicosocial adecuada y fundamentalmente ser revisado judicialmente, en términos de legalidad y proporcionalidad. Respetar el debido proceso, la presunción de inocencia y el principio de legalidad.

Las y los adolescentes están en pleno desarrollo identitario, y dentro del modelo restaurativo la reparación del daño es un elemento constitutivo y no accesorio. No debe entenderse como un castigo encubierto ni como una sanción condicionada. Por el contrario, es necesario el reconocimiento genuino del daño, apuntar a la comprensión subjetiva del impacto causado y de la voluntad de enmendarlo de acuerdo con las capacidades reales del adolescente. Debe ser construida junto a la víctima y el entorno comunitario. Un castigo mal orientado puede consolidar la exclusión.[12] En cambio, una reparación participativa puede generar responsabilización subjetiva, sentido de pertenencia y reintegración social.

Ahora bien, ¿puede haber justicia restaurativa sin justicia social? Este paradigma enfrenta una tensión crucial: la fragmentación institucional y la falta de políticas públicas adecuadas limitan su verdadero potencial. ¿Cómo reparar un daño si no existen programas adecuados de apoyo a las víctimas? ¿Cómo evitar la reincidencia si el joven vuelve a un entorno de exclusión sin acompañamiento? ¿Qué sentido tiene una reparación simbólica si no se garantiza salud mental frente a las adicciones, educación, inclusión laboral y perspectiva de futuro?

IV - LA VÍCTIMA Y EL ACCESO A LA JUSTICIA

En una breve aproximación a la construcción de la figura de la víctima, entendida no como una categoría fija sino como una noción histórica,[13] política y socialmente situada, podemos ver que históricamente el proceso penal se ha estructurado sobre un eje binario entre el Estado y el imputado, desplazando –invisibilizando– a la víctima como sujeto de derecho. Esta exclusión se ha justificado, en parte, por la prohibición de la autocomposición en materia penal, que limitó el protagonismo de las partes directamente afectadas en favor de una lógica estatal de persecución del delito y venganza.

Desde esta perspectiva, la víctima no se define solo por el daño sufrido, sino por la forma en que ese daño es narrado, legitimado o negado en el espacio público. Su lugar en el proceso penal no puede ser meramente testimonial ni funcional a la pena.

En las últimas décadas se ha producido un giro significativo en el reconocimiento de la víctima, impulsado por el desarrollo de la victimología, los movimientos de derechos humanos y los nuevos marcos normativos. En la actualidad se la reconoce como un sujeto activo, con derecho a ser escuchado, informado, reparado, contenido, y especialmente a participar en decisiones relevantes del proceso penal.[14]

Ahora bien, ¿cómo evitar que este necesario reconocimiento derive en una cooptación punitiva del proceso penal? ¿Cómo impedir que el dolor de la víctima sea instrumentalizado en nombre de una justicia vindicativa, en detrimento de los principios de legalidad y proporcionalidad? Estas preguntas obligan a revisar no solo el lugar simbólico y procesal asignado a la víctima, sino también las estructuras institucionales que median en su acompañamiento. ¿Tuvo la posibilidad real de decidir si quería participar activamente o mantener una posición más pasiva? ¿Dispone de asistencia psicológica y jurídica especializada?

El riesgo de un punitivismo emotivo o “victimocéntrico” puede desdibujar las garantías del sistema acusatorio, reemplazando la racionalidad jurídica por una lógica de “resarcimiento simbólico” que, en lugar de restaurar, exige castigo. Así, la víctima se convierte, no en sujeto de reparación, sino en justificadora del castigo.

Pero no se trata de elegir entre víctima o imputado –en el caso que nos ocupa, el niño, niña o adolescente en infracción a la ley penal–. Se trata de construir sistemas de justicia donde ambos puedan encontrar respuesta a sus necesidades y responsabilidades, sin que el reconocimiento de uno implique el sacrificio de los derechos del otro.

Esto implica: incorporar dispositivos de escucha activa y contención psicosocial, ofrecer orientación jurídica especializada, brindar acompañamiento interdisciplinario desde un enfoque de derechos, evitar su uso como recurso simbólico de legitimación del castigo.

El acceso a la justicia de las víctimas debe ser un camino de escucha, reparación y dignidad, no de manipulación emocional ni de populismo punitivo.

Desde una mirada restaurativa, el conflicto penal debe ser abordado desde la responsabilización del joven, la escucha activa y el reconocimiento de la víctima, promoviendo procesos donde ambas partes puedan reconstruir vínculos y buscar una salida transformadora. Entonces, nos preguntamos: ¿se contemplaron las necesidades específicas de las partes en el conflicto desde una perspectiva interseccional?

V - EL PROCESO COMPOSICIONAL: UNA ARQUITECTURA PARA GESTIONAR CONFLICTOS CON EQUILIBRIO Y GARANTÍAS

La dogmática penal tradicional ha concebido el proceso penal como una secuencia lógica orientada a la producción de una “verdad jurídica” y a la eventual imposición de una pena, con el fin de evitar el peligro de sancionar a una persona inocente.

Tomando como referencia la teoría de los campos de Bourdieu (2001), donde el campo se entiende como una red de relaciones de fuerza que se establece entre agentes o instituciones, en la cual se desarrolla una disputa por formas específicas de dominación y por el control del capital que resulta eficaz en dicho espacio (Gutiérrez, 1997), el proceso penal no es un simple dispositivo técnico, sino un espacio político donde se construyen sentidos, se asignan responsabilidades y se definen formas legítimas de resolución de conflictos.

El modelo composicional se presenta como una alternativa viable al modelo tradicional clásico del sistema penal, dado que su filosofía no es la eficacia represiva ni la sanción, sino la gestión garantista y situada del conflicto penal, habilitando formas adecuadas, negociadas, restaurativas a la imposición penal sin renunciar ni a la verdad ni a la justicia. Busca desarrollar instrumentos que permitan un mayor protagonismo social en la construcción de soluciones, evitando también que se instale la arbitrariedad en esa tarea o se disimulen nuevas formas de violencia bajo ropajes composicionales (Binder, 2016).

Ahora bien, cuando el proceso involucra a adolescentes, el desafío se vuelve aún más complejo, dado que se trata de sujetos en desarrollo, con capacidad progresiva de autodeterminación, que exigen tanto protección especial como pleno respeto a sus garantías procesales. Pero también se trata de conflictos que en ocasiones han producido daños profundos a personas y comunidades cuyas voces no pueden ser omitidas.

Sin embargo, surge una tensión estructural entre esta lógica adversarial –centrada en la imputación– y una restaurativa –centrada en el diálogo y la reparación–.

El joven infractor suele haber sido, a su vez, víctima de exclusión, abandono, precariedad, pero su vulnerabilidad no debe suprimir la de la víctima. El desafío es reconocer a ambos como sujetos éticos, con derecho a ser escuchados, reparados y protegidos.

No hay fórmula única para equilibrar los derechos del joven y los de la víctima. Cada caso requiere análisis situado, sensibilidad jurídica y compromiso ético. Lo que sí debe evitarse es la negación del otro.

La respuesta no puede ser binaria. No se trata de elegir entre protección y castigo, entre derechos del joven y reparación de la víctima. Se trata de construir una arquitectura procesal que contemple la complejidad del conflicto penal juvenil y permita abordarlo de forma dialógica, ética y transformadora.

El proceso composicional desplaza el centro del proceso penal desde la lógica de la verdad probatoria hacia la gestión del conflicto, promoviendo la reparación del daño, acuerdos razonables, voluntarios y fundados en principios éticos y jurídicos. Reconoce la conflictividad estructural y propone herramientas para abordarla sin exclusión, estigmatización ni castigo automático. ¿Qué necesidades subjetivas, materiales o simbólicas están en juego en este conflicto? ¿Qué actores resultan involucrados, directa o indirectamente? ¿Qué efectos tendría una sanción penal en el entramado social del joven?

Este modelo no expropia el conflicto hacia el Estado. Por el contrario, promueve la participación activa tanto del joven como de la víctima en la construcción de la salida, desde la palabra, la escucha y el reconocimiento recíproco.[15] Esta mirada sobre la conflictividad requiere control judicial estricto, con perspectiva restaurativa y de derechos humanos.

Desde esta perspectiva, podemos avanzar en una resignificación del conflicto penal juvenil, no suprimido, negado o tapado sino gestionado, con el objeto de reconstruir el lazo social dañado sin vulnerar derechos, compatibilizando la responsabilización activa del adolescente, con escucha y participación de la víctima.

CONCLUSIÓN

En términos estructurales, el proceso penal juvenil requiere una reconfiguración, orientándose hacia un paradigma composicional y restaurativo que preserve garantías procesales y promueva la reparación del daño. Ello implica articular el interés superior de niños, niñas y adolescentes con la tutela efectiva de los derechos de las víctimas, evitando enfoques excluyentes o jerarquizaciones arbitrarias entre ambos.

El Ministerio Público Fiscal y la defensa deben asumir roles activos en la gestión de conflictos, con capacidades para impulsar soluciones restaurativas que atiendan simultáneamente la responsabilización del joven y las necesidades de la víctima, sin renunciar al control judicial de legalidad y proporcionalidad.

La víctima, por su parte, debe ser reconocida como protagonista del proceso, recibiendo atención integral y evitando su utilización instrumental como fundamento de políticas punitivas.

Las prácticas restaurativas, concebidas como un espacio participativo y voluntario, deben garantizar que la reparación se entienda no como sanción encubierta, sino como un proceso ético y social que contribuya a la reconstrucción de vínculos y a la prevención de nuevas conflictividades.

En este marco, el juez debe erigirse en garante de derechos, con un equilibrio      entre las garantías de niños, niñas y adolescentes y los derechos a la reparación del daño de la víctima. En definitiva, el desafío consiste en consolidar un sistema penal juvenil capaz de responsabilizar sin anular, proteger sin invisibilizar y reparar sin castigar, favoreciendo soluciones creativas que fortalezcan el tejido social y afiancen la confianza en las instituciones que administran justicia.

REFERENCIAS

BELOFF, M., FREEDMAN, D., KIERSZENBAUM, M. y TERRAGNI, M. (2017). La justicia juvenil y el juicio abreviado. http://www.pensamientopenal.com.ar/system/files/2017/01/doctrina44777.pdf.

BELOFF, M. (2017). Nuevos problemas de la justicia juvenil. Ad-Hoc.

BINDER, A. M. (2016). Derecho procesal penal. Tomo IV: Teoría del proceso composicional. Reparación y pena. Conciliación y mediación. Suspensión a prueba. Ad-Hoc.

BOURDIEU, P. (2001). Poder, derecho y clases sociales. Desclée de Brouwer.

CALVEIRO, P. (1998). Poder y desaparición: Los campos de concentración en la Argentina. Colihue.

CALVEIRO, P. (2012). Violencias de Estado: La guerra antiterrorista y la guerra contra el crimen como medios de control global. Siglo XXI.

GUTIÉRREZ, A. (1997). Bourdieu y las prácticas sociales. Universidad de Córdoba.

KEMELMAJER DE CARLUCCI, A. (2006). En búsqueda de la tercera vía. La llamada “justicia restaurativa”, “reparativa”, “reintegrativa” o “restitutiva”. Derecho de Familia, vol. 33.

LLOBET, V. S. (2015). La infancia y su gobierno: una aproximación desde las trayectorias investigativas de Argentina. Politica e Trabalho, 43.

NEUMAN, E. (1994). Victimología: El rol de la víctima en los delitos convencionales y no convencionales (2.ª ed. rev. y ampl.). Editorial Universal.

ZEHR, H. (2006). El pequeño libro de la justicia restaurativa. Paidós.

ZEHR, H. (2012). Cambiando de lente: Un nuevo enfoque para el crimen y la justicia. Herald Press - Eastern Mennonite University.

ZAFFARONI, E. R. (2012). La cuestión criminal Nº 15. El Telégrafo.


                        

                                                        

Derechos de autor: 2025 Juan Ignacio Gianibelli

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Revista Jurídica Universidad Nacional del Oeste . Editada entre Julio – Diciembre del Año 2025. Periodicidad semestral.

Editorial  EDUNO  de la Universidad Nacional del Oeste.Realizada en el marco del Instituto de Educación, Justicia y Trabajo de la Universidad Nacional del Oeste        



[1] Abogado (Universidad Nacional de La Plata), matriculado en el Colegio de la Abogacía de La Plata (CALP). Mediador prejudicial y secretario de la Comisión de Ejercicio Profesional del CALP. Actualmente se desempeña como director del Observatorio de Métodos Adecuados de Resolución de Conflictos. Abogado de la Víctima del Colegio de Abogados de la provincia de Buenos Aires. Fue director de la Dirección de Métodos Alternativos al Proceso Penal del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos. Promovió enfoques innovadores para una justicia penal más humana, con principios de justicia restaurativa y participación comunitaria. Su trayectoria profesional y académica está centrada en el estudio de la gestión de las conflictividades sociales, el acceso a justicia y los modelos restaurativos, con una mirada crítica sobre el sistema punitivo tradicional y un fuerte compromiso con la promoción de los derechos humanos. Identificador ORCID: https://orcid.org/0009-0007-3186-9074. Correo electrónico: juangianibelli@hotmail.com.

[2] Véase: Ley 22.278 de Régimen Penal de la Minoridad (https://www.argentina.gob.ar/normativa/nacional/ley-22278-114167) y Ley 26.061 de Protección Integral de los Derechos de las Niñas, Niños y Adolescentes (https://servicios.infoleg.gob.ar/infolegInternet/anexos/110000-114999/110778/texact.htm).

[3] Excede a esta reflexión el desarrollo detallado del conjunto de garantías que protegen a niños, niñas y adolescentes en infracción a la ley penal, así como sus fundamentos y las obligaciones constitucionales y convencionales que imponen al Estado una protección prioritaria de este colectivo. Podemos señalar la Convención sobre los Derechos del Niño (1990), las Reglas mínimas de las Naciones Unidas para la administración de la justicia de menores (Reglas de Beijing, 1985), las Reglas mínimas de las Naciones Unidas sobre las medidas privativas de la libertad (Reglas de Tokio, 1990) y las Directrices de las Naciones Unidas para la prevención de la delincuencia juvenil (Directrices de Riad, 1990), como también la Convención Americana sobre Derechos Humanos (1978), las cuales, en forma directa o indirecta, establecen la necesidad de que el sistema penal juvenil se fundamente en el principio del interés superior del niño, la desjudicialización, la mínima intervención penal y la diversificación de respuestas, entre otras.

[4] De esta manera, se reproduce una estructura procesal que margina la voz de la víctima, impide su participación efectiva y le niega el reconocimiento sustancial como sujeto de derechos.

[5] Sin que se explicite en qué consiste dicho principio ni cómo compatibilizarlo con un modelo penal verdaderamente respetuoso de derechos.

[6] Véanse: Beloff, Freedman, Kierszenbaum y Terragni, (2017) y Beloff, (2017).

[7] Véanse: Ley 14.442 y sus reformas del Ministerio Público, disponible en https://normas.gba.gob.ar/documentos/B3mlauj0.html; y artículos 56, 56 bis, 57 y conc. del Código Procesal Penal de la provincia de Buenos Aires, disponible en: https://normas.gba.gob.ar/documentos/V9OGJUPx.html. 

[8] Véase: https://www.unodc.org/e4j/es/crime-prevention-criminal-justice/module-8/key-issues/1--concept--values-and-origin-of-restorative-justice.html.

[9] Howard Zehr (2012) planteó este cambio de mirada: el delito no es solo una violación a una norma del Estado, sino una afectación real a personas concretas. Restaurar implica sanar, no vengarse. No es solo mediar: es reconocer el daño, asumir la responsabilidad y transformar el conflicto en una oportunidad de crecimiento.

[10] En Argentina, y particularmente en la provincia de Buenos Aires, no existe un marco normativo expreso que la promueva como una vía legítima de resolución de conflictos. Si bien pueden identificarse ciertas referencias –como las Reglas de Beijing, las Reglas de Tokio y las Directrices de Riad–, a nivel local encontramos referencias en la Ley de víctimas (Ley 15.232), en la Ley de mediación penal (Ley 13.433), en la figura de la suspensión del juicio a prueba, en el principio de oportunidad y en la creación de comités de resolución de conflictos en el ámbito penitenciario de la provincia de Buenos Aires. Sin embargo, la aplicación efectiva de estos instrumentos resulta aún incipiente y depende en gran medida de la voluntad de los funcionarios encargados de gestionar la conflictividad. Véase, por ejemplo, la Constitución Política de la República de Colombia, que en su artículo 250 inc. 7 dice que, en ejercicio de sus funciones, la fiscalía general de la Nación deberá “velar por la protección de las víctimas, los jurados, los testigos y demás intervinientes en el proceso penal, la ley fijará los términos en que podrán intervenir las víctimas en el proceso penal y los mecanismos de justicia restaurativa”.

[11] Por otra parte, las prácticas restaurativas se enfrentan a algunas barreras institucionales que podemos enunciar como la falta de presupuesto destinado a equipos de facilitación, mediación o acompañamiento comunitario, el déficit de formación específica para operadores judiciales y administrativos, la ausencia de protocolos claros y estructuras de coordinación entre el Poder Judicial, el Ministerio Público Fiscal y el Poder Ejecutivo, una débil articulación con políticas públicas de salud mental (adicciones), educación, empleo o inclusión social.

[12] Como advierte Eugenio Zaffaroni (2012), el sistema penal tiende a reproducir desigualdades y criminalizar la pobreza. Desde esta perspectiva, la recomposición puede funcionar como dique ante un poder punitivo selectivo, que estigmatiza y etiqueta.

[13] Que pasó de ser un detalle circunstancial –con el positivismo criminológico del siglo XIX de Cesare Lombroso y Enrico Ferri– a tener un papel secundario –para el caso de “víctimas colaboradoras o provocadoras”– en el surgimiento de la victimología –con Hans Von Hentig y Benjamin Mendelsohn–, para pasar a ser instrumentalizada, como símbolo de la mano dura (Neuman, 1994). Pilar Calveiro (1998 y 2012) problematiza la figura de la víctima como construcción política y simbólica. En contextos de violencia institucional o terrorismo de Estado, advierte que la víctima no solo es dañada, sino también silenciada, instrumentalizada o convertida en objeto de consumo público.

[14] En la provincia de Buenos Aires, este cambio de paradigma se encuentra plasmado en la Ley 15.232, que adhiere a la Ley Nacional 27.372 y establece un régimen integral de protección, asistencia y participación de las víctimas en el proceso penal.

[15] Asimismo, admite una variedad de salidas procesales: acuerdos restaurativos, trabajos comunitarios, disculpas públicas, reparaciones simbólicas, suspensiones del proceso a prueba, entre otras. Lo central es que se trate de respuestas ajustadas al caso concreto y respetuosas de los derechos de todos los involucrados.