DOCTRINA


IMPUTABILIDAD PENAL JUVENIL Y REFORMAS REGRESIVAS:

UNA MIRADA CRÍTICA AL PUNITIVISMO CONTEMPORÁNEO


JUVENILE CRIMINAL RESPONSIBILITY AND REGRESSIVE REFORMS:

A CRITICAL LOOK AT CONTEMPORARY PUNITIVISM

Por Eugenio Raúl Zaffaroni[1]

Universidad de Buenos Aires, Argentina

Resumen: El presente trabajo parte de la evolución histórica de los derechos de los niños, niñas y adolescentes con el propósito de comprender las motivaciones subyacentes en los discursos que promueven la prisionización masiva de aquellos que se encuentran en situación de vulnerabilidad socioeconómica como una respuesta supuestamente necesaria e ineludible frente a las infracciones penales cometidas por personas menores de dieciséis años. Sin pretender agotar la complejidad de la temática, se propone un análisis crítico de las eventuales consecuencias sociales, jurídicas y éticas derivadas de la implementación de un régimen de tales características.

Palabras clave: derecho penal juvenil, prisionización de niños, niñas y adolescentes, Constitución nacional, criminalización de la pobreza

Abstract: This paper begins with the historical evolution of the rights of children and adolescents, aiming to understand the underlying motivations behind discourses that promote the mass incarceration of impoverished teenagers living in conditions of socioeconomic vulnerability. These discourses present such incarceration as a supposedly necessary and unavoidable response to criminal offenses committed by individuals under the age of sixteen. Without claiming to exhaust the complexity of the issue, the paper offers a critical analysis of the potential social, legal, and ethical consequences arising from the implementation of a regime with these characteristics.

Keywords: Juvenile Criminal Law, incarceration of children and adolescents, National Constitution, criminalization of poverty


Nuestro país tiene la suerte de ser uno de los menos letales en cuanto a homicidios dolosos en el continente. Los números indican que registramos los menores índices de América Latina y los segundos del continente, solo después de Canadá. No debemos felicitarnos por eso, porque tenemos por delante la tarea de esforzarnos por bajar más nuestro índice: el objetivo debe ser alcanzar a Canadá y a los países europeos. Si bien toda muerte violenta nunca deja de ser una tremenda desgracia, debemos tener en cuenta nuestra realidad al planificar la política criminal: el índice de homicidios de la Argentina viene bajando; no tenemos picos estadísticos, sino que, por el contrario, por ejemplo, en la ciudad de Buenos Aires, en poco más de una década hemos descendido de una cifra cercana a los doscientos anuales hasta llegar a poco más de la mitad. Nos estamos ahorrando cien desgracias anuales.

De todas formas, nunca llegaremos a cero, porque eso no sucede en ningún país del mundo, debido a que siempre se comete algún hecho con motivaciones aberrantes, cercanas a lo patológico, cuya irracionalidad hace imposible su prevención, por lo que incluso en los países con menores índices siempre hay algunos hechos de esta naturaleza. Esto se debe a que solo es posible prevenir lo que responde a cierta lógica criminal, pero no los hechos que salen totalmente de ese marco. No hay policía capaz de prevenir lo aberrante, porque no existe la capacidad de imaginar todas las posibles variantes de la crueldad desatada.

No obstante lo dicho, a decir verdad, no estamos en condiciones de afirmar que la línea descendente en materia de homicidios se continúe en nuestro país. La gran mayoría de los homicidios son cometidos con armas de fuego. Sin embargo, contra todo lo que indica la lógica, la actual política irracional en materia de la llamada “seguridad”, en lugar de fomentar la disminución de armas de fuego en la población, hace todo lo contrario. Si bien cabe suponer que esto beneficia económicamente a alguien, no cabe duda de que se trata de una política criminal que merece calificarse como de “asesina”, habida cuenta de nuestra realidad.

En cuanto a la participación de los llamados “menores” en homicidios, o sea, niños, niñas y adolescentes menores de dieciséis años, es casi despreciable: en la ciudad de Buenos Aires hay años en que se registra un solo caso; en otros, dos; en otros, ninguno. Los mayores de dieciséis años, conforme a nuestra legislación vigente, son responsables penalmente. Este límite se mantiene a lo largo de los años, salvo en un período en que la última dictadura lo bajó a catorce años, pretextando la participación de niños en actos terroristas, pero debido a las dificultades que esa medida trajo en la ejecución de las penas, la propia dictadura debió volver al límite tradicional, que se remonta a la Ley 14.394 de 1954, criterio vigente hasta la fecha, con algunas modificaciones.

En el mundo ha habido un período en que la legislación penal de niños, niñas y adolescentes los quitaba discursivamente del derecho penal y los sometía a un derecho “tutelar”. Tal fue el movimiento norteamericano de fines del siglo XIX y la ideología consagrada por el Congreso Internacional de Tribunales de Menores de París, de 1911. De este modo, un discurso aparentemente “humanitario”, centrado en la necesidad de “tutelar” a infantes y adolescentes mediante supuestos tribunales paternalistas, no hizo otra cosa que privarlos de todas las garantías propias del derecho penal. Era más que evidente que, con el título de la vieja “defensa social” racista y policial del positivismo reduccionista, se proponía una represión sin límites frente a los adolescentes de las clases más desfavorecidas de las poblaciones del momento, entre las que cundían el socialismo, el anarquismo y el sindicalismo.

La hipocresía de semejante discurso oculta que siempre que se habla de “tutela”, con el argumento de que el tribunal nunca puede hacer el mal, sino que –como “tutela”– siempre hace el bien, se suprimen el derecho de defensa y todos los demás derechos que frente al poder represivo corresponden a los habitantes adultos. En el mismo sentido puede señalarse que las inquisiciones también supuestamente “tutelaban” el alma de las condenadas y las de otros que estas podían contaminar. De allí que los tribunales inquisitoriales, al igual que el “tutelar” de menores, no admitiese la indispensable tripartición entre acusación, defensa y jurisdicción, sino que todas ellas las ejercía el propio juez.

Así se llegó en Estados Unidos al conocido “caso Gault” en los años sesenta del siglo pasado. Caso donde, en razón del objetivo “tutelar” de la ley, un adolescente de casi dieciséis años fue internado hasta la mayoría de edad por haber proferido palabras soeces a una vecina por teléfono, y privado del derecho de defensa, cuando a un adulto que hubiese cometido esa misma infracción se le hubiese impuesto una multa de cincuenta dólares. La piadosa “tutela” del juez “padre” y la exclusión misericordiosa del odioso derecho penal no hacía más que habilitar la arbitrariedad punitiva ilimitada precisamente sobre los más vulnerables.

Estos escándalos jurídicos pusieron de relieve cómo se privaba a los niños, niñas y adolescentes de su condición de ciudadanos y de personas, para cosificarlos reduciéndolos a “objetos de tutela” a fin de imponerles penas con otros nombres. El “juez de menores” no era el “padre”, sino un tribunal penal que operaba sin guardar las garantías del derecho penal y procesal penal.

Con motivo de la obviedad que revelaban estos casos extremos, se inició un movimiento de “rejuridización” del derecho de niños, niñas y adolescentes que culminó consagrando el rechazo de la llamada ideología “tutelar” en el derecho internacional. A través de diversos instrumentos internacionales se marcó el cambio de perspectiva en la materia, o sea, el reconocimiento de estos como personas y como ciudadanos, respecto de los cuales se deben respetar las garantías propias del derecho penal y procesal penal.

Los principales en este sentido son: la Convención sobre los Derechos del Niño –incorporada formalmente a nuestra Constitución nacional, en función del inciso 22 del artículo 75–, las Reglas mínimas de Naciones Unidas para la administración de la justicia de menores –se conocen como “Reglas de Beijing”–, las Reglas de las Naciones Unidas para la protección de menores privados de libertad y las Directrices de las Naciones Unidas para la prevención de la delincuencia juvenil –conocidas como “Directrices de Riad”–.

La Convención sobre los Derechos del Niño –o sea, nuestra Constitución– establece que el Estado debe velar, para que ningún niño sea sometido a torturas ni tratos crueles, inhumanos o degradantes, ni privado de su libertad arbitrariamente, debiendo tener pronto acceso a asistencia jurídica para impugnar su privación de libertad ante un tribunal imparcial e independiente, y a una pronta decisión de dicha acción. Se les deberá respetar la garantía de inocencia, de ser informado sin demora de los cargos que pesen en su contra, de gozar de la adecuada asistencia jurídica en la preparación y presentación de su defensa, del derecho a preservar su privacidad en todas las fases del proceso y de recurrir el fallo ante un tribunal imparcial e independiente, y solo podrán ser privados de libertad como medida excepcional y por el menor tiempo posible.

La ley vigente –que se remonta a la mencionada ley de 1954 con reformas–, al menos en un entendimiento literal, es inconstitucional, pues responde por completo al modelo “tutelar”, contrario a la Convención y, por tanto, a nuestra Constitución. La ley vigente dispone que cualquier niño o adolescente que no haya alcanzado los dieciséis años y al que se imputase un delito el juez lo dispondrá provisoriamente, comprobará el delito, tomará conocimiento de los padres, tutor o guardador, dispondrá peritajes y estudios acerca de su personalidad y, en caso necesario, lo pondrá en lugar adecuado para su mejor estudio durante el tiempo indispensable. Si de todo eso resultare que el niño se hallare abandonado, falto de asistencia, en peligro material o moral, o presentase “problemas de conducta” –obsérvese esta expresión–, el juez dispondrá definitivamente del niño.

Es más que obvio que estas normas consagran un verdadero extremo de modelo inquisitorial, en que el juez prácticamente puede hacer lo que quiere con el niño. Para eso, se ha partido de la premisa de que todo niño, niña o adolescente menor de dieciséis años es “inimputable”, es decir, que no tiene capacidad para comprender la “criminalidad” del acto, como si fuese un psicótico o un débil mental profundo, lo que, obviamente, no es verdad en muchísimos casos. La psicología evolutiva muestra que un adolescente, debido a su edad, carece de madurez emocional, pero no de inteligencia ni de capacidad de comprensión. Por otra parte, ni siquiera las personas con verdadera incapacidad psíquica –conforme al inciso 1 del artículo 34 del Código Penal– son tratadas de esa manera, pues en todo momento tienen derecho de defensa y a ser escuchadas cuando se discute su capacidad, o sea que a los niños y adolescentes ni siquiera se les reconoce en la ley vigente los derechos propios de los verdaderos incapaces psíquicos.

Hemos subrayado la expresión nebulosa “problemas de conducta” puesto que es el colmo de la amplitud de arbitrariedad conferida al juez de “menores” como supuesto “padre protector”, sin contar con las otras expresiones de análoga indefinición legal. Piénsese que si respecto de cualquier habitante de la nación se confiriese a los jueces análoga amplitud de arbitrio, en que estos pudiesen “disponer” de cualquier persona con “problemas de conducta”, nos hallaríamos con un derecho penal ni siquiera de autor, sino directamente de carácter totalitario, inadmisible frente a las claras disposiciones de nuestra Constitución histórica (1853-1860) y, más aún, en el caso específico de niños y adolescentes, una vez incorporada la Convención en 1994.

Ante la inadmisibilidad del sentido literal de la ley vigente, se impone una reinterpretación dogmática conforme a la Constitución, que no es menester llevar a cabo aquí, pero que debe imponerse en los tribunales. En principio debe entenderse que hay niños, niñas y adolescentes que pueden ser incapaces psíquicos y otros que no lo son, en la misma forma en que esto se puede registrar en cualquier otro ciudadano. Es absurdo pensar que nuestra ley consagra una presunción de incapacidad psíquica de todos los niños y adolescentes que no admite prueba en contrario (iuris et de iure). El régimen penal juvenil no debe aplicarse considerándolos a todos incapaces, sino a todos sometidos a un régimen penal especial en función de una decisión político-criminal, o sea, como una cuestión de punibilidad y no de incapacidad psíquica de delito, que solo se dará en algunos casos.

Ahora se pretende volver a la reforma de la última dictadura, bajando la edad de punibilidad de dieciséis a trece años, aunque sin el insólito pretexto de la participación de menores de dieciséis años en actos de terrorismo, sino de delincuencia común. El argumento actual –como señalamos al comienzo– es por completo falso, al menos en el más grave de los delitos. Los medios de comunicación dedican especial espacio y comentario a los pocos delitos graves en que participa un niño, niña o adolescente, dando la sensación de una frecuencia que no pasa de ser una noticia falsa encubierta, pues lo que se proyecta a la población no corresponde con la realidad. Si el mismo espacio dedicasen a todo delito grave con intervención de mayores de cincuenta años, quizá la población se sorprendería verificando que sería conveniente cuidarse más de esta franja etaria que de la de niños y adolescentes.

Lo que se quiere con esto es criminalizar y prisionizar a los niños y adolescentes de los barrios precarios y pobres que cometen delitos de menor cuantía y que resultan molestos a las agencias policiales, es decir, anticipar la criminalización de la pobreza, con la consecuencia de condicionar prematuramente los cambios de subjetividad, o sea, las asunciones de los roles desviados y las consiguientes preparaciones de “carreras criminales” desde antes de los dieciséis años.

No porque la pena de prisión sea inevitable en nuestro tiempo debe desconocerse que siempre, a la edad que sea, esta tiene un inevitable efecto deteriorante, lo que suele pasarse por alto por parte de quienes practican la adoración idolátrica del poder punitivo. La mera eximición del preso de sus deberes familiares, de trabajar, de someterse a un orden análogo al escolar y de vigilancia paterna, aunque las condiciones de la institución total sean dignas –que en nuestra región no suelen serlo–, hace regresar al preso a pautas de conducta que son propias de etapas superadas de la vida, o sea, a una vida análoga a la infantil o adolescente. Encerrar a alguien en una institución total para enseñarle a vivir en la sociedad libre es como pretender enseñar a nadar en una piscina sin agua o a practicar fútbol dentro de un ascensor.

Este deterioro regresivo que sufren los adultos presos, dado que se trata de personas con completo desarrollo emocional, es más fácil de revertir que en el caso de los niños y adolescentes a los que se priva de libertad en “institutos de menores”, que, en definitiva, son cárceles especiales. Estos últimos son prisionizados en un período evolutivo de su esfera emocional en que las experiencias dejan huellas psíquicas mucho más profundas que en los adultos. Cualquier persona, por simple introspección, puede verificar que las experiencias traumáticas en su niñez y adolescencia le han dejado marcas mucho más fuertes que otras más graves sufridas de adulto. De allí que la prisionización de niños y adolescentes sea más condicionante de conductas desviadas que la de los adultos. Ignoro los traumas que habrán sufrido tempranamente algunos de quienes desde la política o los medios de comunicación promueven esta reforma, pero ciertas expresiones neuróticas de idolatría de la represión hacen sospechar que no han logrado superarlos.

Los niños no tienen menos inteligencia que los adultos, al menos desde cierta edad, pues suele señalarse que desde los trece años –en condiciones de salud– tenemos todo nuestro equipo neuronal completo. Lo que los niños no tienen es madurez emocional. Si a los catorce o quince años hubiera jugado arrojándole un borrador a un compañero, me hubiesen aplicado una sanción disciplinaria menor en el colegio secundario; pero si hoy hiciese lo mismo con el decano de la facultad, todos se compadecerían de mí. Las faltas cometidas en la adolescencia no se debían a carencia de inteligencia sino de madurez emocional, como resultado de la natural etapa psicológica evolutiva. Esto no puede modificarse por ley: el Congreso de la Nación puede modificar muchas cosas, pero si pretende ignorar los datos de la naturaleza chocará indefectiblemente contra la “naturaleza de las cosas”, como les sucedió a los dictadores de 1976.

Pese a la vigente ley inconstitucional e inquisitorial de “derecho penal juvenil”, justo es reconocer que en la práctica no funciona tan mal como podría imaginarse a partir de su texto. Esto se debe, entre otras cosas, a dos factores principales, que son la prudencia de muchos jueces y también –debemos decirlo– las limitaciones de la capacidad disponible de encerramiento de niños y adolescentes.

Esto último pone de manifiesto otro inconveniente de la reforma que se propone, cuyo objetivo claro es la prisionización masiva de adolescentes pobres. ¿Dónde serán prisionizados los adolescentes entre los trece y los dieciséis años? ¿Acaso algún psicópata piensa alojarlos en las prisiones de adultos? ¿Alguien pensó lo que eso significaría? ¿Se edificarán cárceles especiales para ellos? ¿Se encargará de ellos el Servicio Penitenciario, que carece del entrenamiento especializado? ¿Se ignora que, dada su inmadurez emocional, los adolescentes sienten menos temor que los adultos? ¿Se ignora que son más inclinados al acting out (estímulo-reacción)? ¿Nadie se enteró de que es mucho más fácil controlar un motín de adultos que uno de adolescentes?

Con sinceridad, no he escuchado a ninguno de los personajes que impulsan este proyecto hacer referencia a este problema que, virtualmente, lo haría casi de imposible implementación, salvo que se piense incurrir en un desastre inimaginable o bien, como suele ocurrir, que no se piense, y, por ende, se pueda producir la catástrofe por simple improvisación.

En síntesis: en lo normativo, este proyecto no haría más que agravar la inconstitucionalidad de nuestro sistema de justicia juvenil; en lo político, procura obtener más votos de una población desinformada; en lo mediático, satisfacer las demandas de rating y consiguiente publicidad comercial; en lo social, pretende prisionizar a los niños y adolescentes de los barrios precarios y de los más humildes que incurran en transgresiones menores; en lo policial, quitarle a la agencia ejecutiva las molestias que estos les causan; en lo cultural, reforzar el estereotipo del “pibe chorro”; en lo penitenciario, una catástrofe.

Como puede verse, no es más que otro capítulo de la “política criminal asesina”, que obviamente no aporta nada positivo en cuanto a la prevención de los delitos ni en salud democrática y republicana.


                        

                                                        

Derechos de autor: 2025 Eugenio Raúl Zaffaroni

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Revista Jurídica Universidad Nacional del Oeste . Editada entre Julio – Diciembre del Año 2025. Periodicidad semestral.

Editorial  EDUNO  de la Universidad Nacional del Oeste.Realizada en el marco del Instituto de Educación, Justicia y Trabajo de la Universidad Nacional del Oeste        


                

                                


[1] Abogado. Doctor en Ciencias Jurídicas y Sociales (Universidad de Buenos Aires). Profesor en diversas universidades de América Latina y Europa, incluyendo la UBA, donde dirigió el Departamento de Derecho Penal y Criminología. Profesor emérito de la UBA. Ministro de la Corte Suprema de Justicia de la Nación Argentina (2003-2014). Juez de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (2016-2022). Legislador y convencional constituyente en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y a nivel nacional. Interventor del Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo (INADI). Identificador ORCID: https://orcid.org/0009-0000-7680-1339. Correo electrónico: eraulzaffaroni@gmail.com.